Hay momentos en que un país, un continente, incluso el mundo, deciden reservar habitación en un hotel cualquiera, como Cesare Pavese o Mário de Sá-Carneiro, y suicidarse. Sá-Carneiro eligió el hotel Nice de Montmartre y hasta se vistió de etiqueta para dar el portazo. Pavese se despidió de todo en el Hotel Roma de Turín. Ya eran pasajeros de la nada y tal vez por eso decidieron abrirse paso con un último viaje alrededor de un cuarto efímero. Lo mismo hizo Europa en 1914 (y de nuevo en 1939). Pidió la llave de su suite, cerró la puerta y se tumbó en la cama para morir.
Leer el fabuloso Diario del conde Harry Kessler es tumbarse junto a Europa mientras agoniza. Es bajar a las catacumbas para contemplar las sombras deformadas del mal en las alcantarillas de Viena. Es ver cómo aquella civilización que a finales del siglo XIX se sacudía la moralina de la época victoriana para abrirse a las vanguardias literarias y artísticas, y a las prodigiosas innovaciones de la ciencia, de pronto pulsaba el botón de la autodestrucción. Primero hundiéndose en la Gran Guerra y luego arrojándose a la sima del nazismo.
El Diario de Kessler, que en su versión original supera las 6.000 páginas, llega ahora al lector español en una formidable antología preparada por José Enrique Ruiz-Domènec para Libros de Vanguardia. Una selección cuidadosamente traducida por Raúl Gabás que permite acompañar al autor desde sus periplos por las deslumbrantes capitales del salto de siglo hasta su ruina total en el crack de 1929 y los estertores que presagiaban la hecatombe de los años treinta.
Kessler, un genuino cosmopolita que alternaba sin pestañear el francés, el inglés y el alemán, anotaba desde su paso en 1926 por Barcelona, una ciudad que ya entonces situaba en algún punto intermedio entre París y Buenos Aires, hasta la minuciosa crónica de la desaparición de su mundo. Tal vez por ese relato a cámara lenta de cómo Europa se encaminaba desbocada hacia la aniquilación Karl Schögel definió no hace mucho este texto como «el diario del siglo XX».