El paseo clásico por Pontevedra empezaba en la Herradura, el punto de encuentro de la ciudad, y de allí, cuesta abajo, a la plaza de la Verdura, para contagiarse de vida rural y tomarse una chiquita; la tapa era de camarones. Y si aún quedaban tiempo y ganas, vuelta para arriba, por Michelena, con parada en la librería (que por desgracia ya no existe), continuación por la alameda, con sus gallinas de colores, y al muelle de As Corbaceiras, a ver si algún bote descargaba unas almejas o unos chinchos.
El paseo hoy empieza en el mismo sitio, pero se prolonga hacia el este, por Benito Corbal, la antigua rúa Progreso, que es donde están los escaparates. Corbal fue un constructor urbanista, que ya es raro. Raros fueron también los comerciantes de Pontevedra, que siempre tuvieron un toque de maestros, y los boticarios, como el célebre Perfecto Feijoo, que en su laboratorio encontró nada menos que la cura para el folclore popular de Galicia, que se moría de olvido. Del talante reposado y conversador de tenderos, boticarios, taberneiros, sale la Pontevedra de ahora, que ha vencido sobre la dictadura de los coches.
Como a los pontevedreses más sanos la ciudad peatonal no les llega, su paseo es más largo, unos seis kilómetros de ida y otros seis de vuelta, tres horas al paso o una al trote, por la orilla del Lérez. Eliminados hace tiempo depósitos de residuos y otras ruinas, la ruta del río ha recuperado para la ciudad el acceso inmediato al bosque. Si se hace la ruta, aunque solo sea hasta la mitad, hasta el campo de A Lomba, no solo se respira: también se aprende.