Cuando uno entra en Trazo de tiza o Ardalén, le dan ganas de sumergirse en esas viñetas, por puro placer. Las posiblemente mejores obras de Miguelanxo Prado son poesía gráfica, una delicia de colores, una apología de la luz. En Presas fáciles todo es gris. Esa es la primera señal de la rabia que el dibujante gallego ha expuesto en este último trabajo, uno de los más personales también.
Sería una pena que el color, más bien su ausencia, espantara al lector de este valiente y reflexivo trabajo. Porque aunque no hay poesía, no hay calidez, ni brizna de fantasía, sí hay una radiografía precisa de lo que ha sucedido en este país en los últimos años. Un tiempo en el que se birlaron los ahorros de muchos pequeños ahorradores y, a la vez, la confianza general en el sistema socioeconómico. Ese es el motivo de Presas fáciles tomando como excusa -y muy apropiada excusa, y muy apropiado título- la estafa de las preferentes. Prado ha construido una obra de personajes marcadísimos y extremadamente realista, incluso de los escenarios. Es la primera vez en la que el coruñés expone tan claramente su ciudad, sus plazas, su arquitectura, sus parques y monumentos. Una urbe, por cierto, que vivió con crudeza aquel drama de los preferentistas.
A partir de lo que periódicos, radios y teles le ofrecían, Prado monta su relato, una especie de novela policíaca armada con solvencia, ejecutada con un dibujo algo más frío y que arranca con una escena a toda plancha tremenda: dos ancianos tumbados sobre una cama, con una carta de despedida a un juez. A partir de ese gancho se suceden una serie de extrañas muertes en un puzzle que dos policías -estupendamente caracterizados, y los únicos que aportan algo de retranca a un tenso relato- tratan de encajar y que conducen a una venganza. Hasta llegar al maravilloso final en el que Prado no solo le da al lector la clave para resolver el caso, sino que le expone ante un dilema final terrorífico: el de la justificación de la violencia.