«Umberto D». Vittorio de Sica, 1952
13 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Prueben a pronunciar «los trapos sucios se lavan en casa» con voz catarrosa. No hay duda de que la frase tiene resonancias que remiten a Don Corleone. En realidad, se trata de una máxima de Giulio Andreotti dirigida a Vittorio de Sica después de ver Umberto D, uno de los retratos más severos y emocionantes que se hayan rodado nunca acerca de la vejez y la jubilación. Corría el año 1952 y Andreotti era subsecretario del primer ministro. Entre sus competencias se encontraba la supervisión de todo lo relacionado con la cultura y el cine italiano, asuntos que manejaba con el pulso reservado a los grandes prohombres: consiguió prohibir la exportación de las películas que hiciesen un retrato poco favorable de Italia.
Cuando se estrena Umberto D, De Sica está de visita en Hollywood. En una de sus primeras jornadas, Merle Oberon, actriz culta y amable, lo invita a su casa. Organiza un gran recibimiento. Samuel Goldwyn y Judy Garland, junto con la mitad de la aristocracia cinematográfica, están presentes en la fiesta. En un momento dado, Merle Oberon, sabedora de que el director ha venido con una copia de su última obra bajo el brazo, le pregunta si pueden hacer un pase privado. Acaba la proyección. Silencio total. Los invitados se van levantando y De Sica se fija en un tipo pequeño que se queda inmóvil en la butaca con los ojos cerrados. Pasan dos minutos. De Sica se acerca y ve que está llorando. «Ha hecho usted una película extraordinaria», dice. Es Charles Chaplin.
La humanidad que desprende Umberto D es tan notable que si el Premio Nobel de la Paz no fuese una satisfacción decorativa, De Sica y su otro cerebro, el guionista Cesare Zavattini, serían candidatos. Juntos rodaron El limpiabotas (la infancia en la posguerra), Ladrón de bicicletas (el paro), Milagro en Milán (inclasificable) y Umberto D, una visión escuálida de Italia donde la falta de solidaridad, la desesperación y la imposibilidad de vivir una vida digna son atroces. Su autenticidad aterroriza. Aquí no se trafica con sentimentalismos a la hora de narrar cómo la sociedad se olvida de los ancianos: la ausencia de filigrana es total. Y, sin embargo, la mirada con la que nos cuentan que un simple catarro puede ser una desgracia decisiva o cómo la soledad aprieta tanto que hasta la compañía se mendiga, posee una piedad ferozmente conmovedora. La historia de este profesor jubilado abocado a la pobreza vergonzante y su chapliniano perro Flike no debe ser descrita, porque uno corre el riesgo de que se le duerma la mano con adjetivos grandilocuentes; debe ser vista.
Por qué verla
Por el aliento que coge la película cuando uno se entera de que el padre de Vittorio de Sica se llamaba Umberto. El apellido ya lo imaginan
Por la violencia de la escena en la que don Umberto estira varias veces la mano, entrenando para pedir limosna, y el espectador aprende la diferencia entre el pobre de solemnidad y el pobre vergonzante: aquel individuo que va bien vestido, aseado y destruido por dentro ante el oprobio que le supone mendigar