El imperio de los sentidos

César Antonio Molina

FUGAS

24 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Tokio, 1936. Sada Abe (Eiko Matsuda), exprostituta que trabaja en el servicio de un hotel, conoce al propietario del mismo, Kichizo Ishida (Tatsuya Fuji), casado con la ama, y ambos se hacen amantes. Nada de amor, solo sexo cada vez más primitivo, cada vez más ajeno a los sentimientos. Oshima homenajea a El imperio de los signos de Roland Barthes, su viaje a Japón, libro en el cual no hay comentarios sobre el amor ni el sexo. También Oshima llevaba a la pantalla las lecturas de Sade, Leiris o Bataille.

Ni amor, ni erotismo, solo sexo por el sexo. Una competición entre la pareja para ver quién es capaz de resistir más. Los deseos que exceden los límites de lo natural (por muy laxos que estos sean) provocan muchos males. Sada y Kichizo se alían con la muerte. Llevan a cabo un suicidio supuestamente placentero. En realidad, Sada comete un homicidio consentido, y Kichizo la abandona a través de la muerte, una vez perdida la conciencia. Los epicúreos afirmaban que las relaciones sexuales nunca producían provecho: pero eran amables con tal de que no provocaran daño. Sada y Kichizo consienten hacerse un daño irreparable, un daño sin fin, sin contenido, sin sentido. Traspasadas las barreras del placer, aparece el dolor y, luego, la muerte. En realidad la muerte no se presenta sino que acude a la llamada, a la invocación de los amantes. Dolor sin amor. Sada y Kichizo están enfermos, sobrepasan los límites de la pasión erótica sin darse cuenta de que el placer supremo llega no por la acción sino por la contemplación, al margen del contacto sexual repetitivo y agotador. Schelling en Las edades del mundo escribe que lo pasado es sabido, lo presente es conocido y lo futuro es presentido. Esta pareja no tiene futuro pues su juego solo conduce a la muerte. Sada solo quiere disfrutar, Kichizo no quiere envejecer pues sabe que eso significa la pérdida de la acción sexual, el único motivo para seguir viviendo. Ve a esas muchachas que se le ofrecen a un viejo, le muestran su sexo dispuesto, pero el activo deseo mental del anciano no se corresponde ya con su decadencia física y su impotencia. Erasmo en el Enquiridion escribe lo siguiente: «Si eres viejo, pide prestados los ojos de otros y verás qué mal cae a tu edad ese vicio, que en los mismos jóvenes es degradante y se ha de frenar, pero que en los viejos es monstruoso y motivo de ridículo incluso para los seguidores del vicio. Entre todas las cosas monstruosas, ninguna lo es tanto como la lujuria senil».

Las muchachas se ríen del anciano. Kichizo no quiere que las muchachas, en el futuro, se rían de él. Es compasivo cuando se acuesta con la vieja dama citarista. Allá por donde va Kichizo, además de con Sada, desperdiga generosamente su semen. La sexualidad la viven como algo cotidiano, quizás como el hábito más cotidiano de cuantos practican. Llegar hasta el final del placer. El placer como forma de vida. Kichizo emprende un peregrinaje por todos los montes de Venus cercanos. Una escalada difícil y agotadora. El goce es un sentimiento que sobrepasa la distinción entre placer y dolor: engloba también lo desagradable, tedioso e incluso doloroso. Goza Sada, goza Kichizo, pero tampoco el gozo es suficiente. El gozo es un pozo sin fondo. El deseo, la pasión, el goce, el dolor, debilitan, esclavizan. Sada y Kichizo son meras marionetas. Este eros desbocado es carencia, carencia de afecto, de razón, de sentimientos. Este eros desbocado es primitivo, por este motivo la propia película, bella en sus imágenes, carece de historia, de argumento, de diálogos, como las películas pornográficas más estereotípicas. El pensamiento es lo que distingue al ser humano del animal, no su capacidad sexual. Y Sada y Kichizo hace tiempo que han dejado de pensar, se han convertido en seres irracionales y actúan incluso con menos tino que ellos.

La vida animal es una forma de vida al margen de la historia, al margen de la evolución humana. La angustia que trae aparejada la aniquilación y la muerte, va ligada siempre al erotismo violento. Nuestra actividad sexual nos ata a la imagen angustiosa de la muerte, y el conocimiento de la muerte misma hace más profundo el abismo erótico. En la angustia sexual, dice Bataille, en su historia del erotismo, se descubre una mortal tristeza. Sada y Kichizo, en el fondo, están representado un ritual ancestral, un sacrificio ancestral. Gritos, gemidos, silencios; erotismo, violencia sexual, asesinato u homicidio; muerte ritual en honor de un dios desconocido al que se le ofrecen. Sada y Kichizo se canibalizan sexualmente. Ella se lo come a él cortándole su pene como un torero le corta las orejas a un toro al final de su agotadora faena. Sada, al final, vence al toro del Laberinto, al Minotauro, a quien le entregaban permanentemente vírgenes. Esta orgía ritualizada desemboca en la magia. Sada adquiere la fuerza del derrotado para continuar su propio camino. Sada incluso, ahora, será la más deseada, la prostituta más deseada. Lo hace todo, lo aguanta todo, está aliada con la muerte, con el lujo y la lujuria de la muerte. El erotismo más allá del límite, la pasión, la sexualidad cercana a la ginecología médica, es para esta pareja un sustituto del universo, o lo único que vale la pena del universo. En el deseo todo lo demás deja de tener valor. El objeto, uno para el otro, proporciona aquello de lo que carece para sentirse embargado por la totalidad del ser, hasta el punto de que nada le falta. ¿La inhibición del amor favorece la intensidad del placer erótico? Sada y Kichizo cuando más se usan más se desconocen. Se desconocen para no sentirse culpables de sus heridas, de las heridas que uno y otro se otorgan. Kichizo agoniza como un Cristo erótico en la cruz de la cama. Oshima busca un punto místico, una entrega a ese Dios báquico. Kichizo se inmola, a través del sacrificio erótico, por todos nosotros como Cristo lo hizo de otra manera. Ambos personajes rondan alrededor del mal. ¿Qué bien hay en lo hecho? ¿A qué conduce? ¿Un suicidio placentero?

El imperio de los sentidos. Nagisa Oshima. Japón. 1976. Blu-ray. Divisa