El Centro Torrente Ballester de Ferrol presenta en Miradas IV el trabajo de cuatro de los jóvenes creadores gallegos más prometedores: Manuel Eirís, Christian García Bello, Damián Ucieda y Alejandra Pombo
27 ago 2017 . Actualizado a las 23:03 h.El papel de la institución en el delicado tejido del arte contemporáneo es siempre controvertido. Los centros de arte basculan entre la necesidad de recibir visitas y la búsqueda de un discurso actual que a menudo coincide con la propia ambición del director de turno. Pocas veces se centran en generar contexto, en construir un espacio para que los nuevos creadores tengan una exposición que visibilice lo que hacen y con suerte una publicación. Crear, exponer y divulgar: no parece difícil. Esto se puede hacer sin caer en el localismo cuando la calidad de las propuestas es innegociable. No es bueno sacralizar el museo, pero es mucho peor banalizarlo.
El Centro Torrente Ballester se acerca a esta pequeña utopía y desmonta esa nueva estupidez que empieza a sonar y cuyo germen crece en Vigo, que dice que una pequeña ciudad no necesita albergar un centro de arte contemporáneo. Parece que es mejor, atendiendo a las cifras y a su traducción en réditos electorales, abandonar a los creadores a su suerte.
Desde Ferrol, el ciclo Miradas virxes supuso a comienzos del siglo XXI la entrada de un nuevo grupo de artistas, algunos como Vicente Blanco, Rubén Ramos Balsa, Suso Fandiño, Álvaro Negro realizando su primera individual en una institución pública, otros como Almudena Fernández o Tatiana Medal trabajando por primera vez site-specific, fuera del cuadro. Ahora, 15 años después, se retoma con el mismo comisario, pero con distintos autores: Manuel Eirís, Christian García Bello, Alejandra Pombo y Damián Ucieda.
Las entrevistas que Mónica Maneiro realiza a los artistas nos ayudan a entender los procesos de trabajo de cada uno. No es frecuente que el creador se explique, lo es más que el comisario elucubre. Es de agradecer.
Manuel Eirís (Santiago, 1977) cuenta que, tras su paso por la facultad, la idea de pintar era algo conservador. Fue su revulsivo. Aunque la pintura hoy es algo mucho más heterodoxo que clásico, Eirís añoraba la literalidad del hecho de pintar: mojar una brocha, respirar trementina. Habla del pintor de paredes como un compañero de fatigas. Los dos comparten una respuesta industrial y un conocimiento del comportamiento de la pintura sobre una superficie. El peso conceptual, que todos arrastramos, no tiene más importancia que el atávico ritual del hombre y la mancha.
Damián Ucieda (A Coruña, 1980) trabaja en la lenta construcción de un mundo propio. Su tozudez analógica lo aleja de esa fotografía actual que lo anega todo, del insoportable adocenamiento de la imagen. Tras un esfuerzo de edición Damián es capaz de contarlo todo en una imagen y cargarla de múltiples significados. Fotos como Demolition o Bolsa y mercados españoles contienen mucha información social y aún política, pero sin rastro de aleccionamiento. Cuando las imágenes se presentan crudas es mucho mayor su poder de evocación. Antes de hacer una foto Damián pasa un tiempo hablándote de ella. La foto se empieza a construir en su cabeza. A veces necesita un personaje o un escenario imaginados para lograr la foto presentida. Es decir, la imagen está ocurriendo mucho antes de montar el trípode.
Esta idea de que algo está ocurriendo enlaza con el trabajo de Alejandra Pombo (Santiago, 1977) que hace que las cosas sucedan gracias a un encuadre y a su voluntad performativa. Nada está predeterminado y el proceso, es decir, lo que ocurre, es el material de trabajo. Es la sensación de no dar nada por sentado, de no apoyarse en lo conocido, de buscar lo inesperado. No es fácil reescribir la sorpresa. Alejandra lo consigue a través del empleo de su cuerpo y de lo que éste es capaz de producir. Las esculturas son el resultado de un trance: sus manos modelando el barro que se convierte en huella precisa de su subconsciente.
Christian García Bello (A Coruña, 1986) siente la materia. Antes de eso tiene una idea. Luego traduce su pensamiento a forma y pátina. Desnuda la pieza de retórica hasta lograr la mínima expresión que lo cuente todo. Con humildad, rigor y silencio. Hay una extraña sensación de intimidad. Como si pudiéramos leer a hurtadillas el diario de un seminarista. La secreta generación de símbolos laicos para una religión sin ídolos. Pero con mandamientos. No es necesario comulgar para habitar el templo.