«Las posesiones», premio Anagrama de novela en catalán, echa un vistazo a la sociedad de los últimos años a través de una historia familiar y de una generación paralizada, la de los hijos de la Transición, instalada en la provisionalidad
24 sep 2020 . Actualizado a las 16:26 h.Escribir para poner orden. Escribir para después, leyendo lo escrito, comprender. «Es como cuando haces una multiplicación muy complicada, una operación de muchas cifras que no puedes resolver de cabeza porque no eres capaz, y la haces por escrito. Y poco a poco, sobre el papel, te va saliendo». Así, abierto el melón, todo se entiende un poco mejor, sostiene Llucia Ramis (Palma, 1977); ella lo entiende mejor. Pasa entonces a la construcción arquitectónica del relato: ensambla las piezas ya provistas de sentido, asumibles ahora sí, y va enlazando temas y tramas aparentemente desconectados. Cuando uno acaba de leer su última novela, premio Anagrama en catalán y recién editada en castellano por Libros del Asteroide, concede que a Ramis la cosa se le da bastante bien: hay capas en la historia, muchas parecen inicialmente caóticas -algunas incluso están sin estar, en los silencios, en las ausencias-, pero todas, afluentes, acaban finalmente confluyendo en un todo, espina dorsal. Y hay algo más, la muy encaminada sensación de que cualquier parecido con la realidad está lejos de ser pura ficción. La galardonada, al otro lado del teléfono, contiene la carcajada y luego, enseguida, reconoce: «Vale, quizá la protagonista se parece mucho a mí; digamos que le pasan cosas muy parecidas, con gente muy parecida y en lugares muy similares...» Sí, hay exposición, pero no exhibición, quiere dejar claro. ¿Qué querías contarnos Llucia? ¿Qué es lo que durante cuatro años estuviste tratando de entender?
2007. Una mujer se sube a un avión en Barcelona y se baja en Palma de Mallorca. Es periodista, ronda los 30 años. Durante unos días, alertada por el repentino arranque de locura de su padre, recién jubilado, hastiado del mundo, retomará la isla que la vio crecer y, con ella, los acercamientos, los abismos, los fantasmas. «Lo que quería con Las posesiones era hacer un retrato, a través de una historia familiar, de la sociedad de los últimos años. Y quería hacerlo a través de los silencios, de las cosas que no se cuentan, y de qué manera nos afecta eso en el día a día, de qué manera tenemos que prescindir de las cosas que amamos y de qué manera eso nos limita».
Para ello, Ramis se vale de un macabro acontecimiento que hace compañía a su protagonista desde mediados de los años noventa -siempre ahí, condicionándolo todo-: un aparatoso asesinato ejecutado por el socio de su abuelo, un empresario corrupto que tras liquidar a su mujer y a su hijo, amigo de la infancia de la narradora niña, remata la faena quitándose la vida de un disparo. ¿Qué fue realmente lo que pasó? ¿Era él el único culpable «y nadie más» de aquel engaño financiero que acabó en tragedia? ¿Cuánto pesa la culpa? ¿Son las cosas tal y como las recordamos? «Claro que no -sentencia la autora-. Cortamos y pegamos recuerdos, editamos nuestra vida como nos interesa, construimos un relato para protegernos, porque si no, ¿cómo íbamos a sobrevivir a nuestros propios errores o fracasos? Ni siquiera queremos saber la verdad de lo que sucede. Porque eso nos hace responsables de ello, de lo que sabemos».
De no querer saber es de lo que en realidad habla Las posesiones, por mucho que su protagonista, intrigada, hurgue y hurgue. De tomar la posición más cómoda y, paradójicamente, también de no saber tener, de no saber conservar. «Cuando la familia de la narradora se ve obligada a vender la casa en la que creció, porque ya no puede mantenerla, ella, de repente, se siente desamparada. Ya no tendrá un lugar al que volver, al que pertenecer -comenta Ramis-. Me interesaba explicar cómo somos la generación de los que nacimos con la Transición. Creemos que merecemos todo lo que tenemos, pero no estamos luchando para conservarlo, solo nos quejamos».
La radiografía de sus coetáneos no es complaciente. Tampoco la del momento que les ha tocado vivir: «Nuestros padres está muy frustrados, creyeron que íbamos a tener más de lo que estamos teniendo, nos lo prometieron, nos dijeron que si estudiábamos, aprendíamos idiomas y viajábamos tendríamos algo mejor, podríamos dedicarnos a lo que quisiésemos. Y, de repente, en el 2007, 2008, cuando la crisis económica se hizo oficial, empezamos a ser conscientes de que esa provisionalidad iba a ser eterna, de que las cosas, a partir de entonces, iban a durar muy poco: que los pisos, las parejas, los trabajos iban a durar muy poco».
Ramis coge aire y se dispone a disparar: «Fue duro para nosotros, lo es, sigue siéndolo, pero para nuestros padres más. Ellos han hecho todo lo que debían hacer por sus hijos y ahora la sociedad no va a permitirles tener una vida tan buena como pensaban que iban a tener, y nosotros, en lugar de decir, bueno, vamos a salir a las calles y a armar la gran revolución, nos quedamos sin saber qué hacer». Tiene balas para todos: «Siempre nos han tratado como si fuésemos menores de lo que somos, nunca nos han tomado en serio. Da la impresión de que nunca vamos a tener un sueldo de verdad, de que nunca vamos a tener una vida de verdad. Creo que somos la primera generación que va a tener menos, no se si que la generación anterior, pero sí que lo que se esperaba: menos derechos, libertades, menos dinero y por lo tanto menos suelo, casas cada vez más pequeñas...». «Y, al mismo tiempo, quizá seamos los últimos con afán de hacer cosas perdurables, porque ahora todo es efímero, instantáneo, inmediato, todo desaparece enseguida. Y nosotros todavía recurrimos a lo físico, a las fotos, a los libros, a las casas, a los lugares... para estimular la nostalgia. Somos unos nostálgicos sin memoria, somos nostálgicos demasiado pronto, demasiado jóvenes para serlo -reflexiona-. Las perspectivas de futuro se han ido apagando y cada vez hay más angustia». Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
La «monstruosidad» del mundo
Diagnostica Ramis en su conversación, pero también capítulo a capítulo en Las posesiones, que ya no somos capaces de enfrentarnos a la «monstruosidad» de un mundo que está corrupto, podrido. En sus páginas, su personaje más quijotesco pierde el rumbo por intentarlo y el resto, consciente de ello, prefiere mirar hacia otro lado; unos aguardar, otros mentir, la mayoría acatar. Creer las mentiras que los otros cuentan, creerse las propias. «Damos credibilidad a todo lo que leemos y, lo que es más grave, acabamos convirtiendo en real lo que nosotros mismos escribimos, construimos verdades que no lo son», se lamenta la de Mallorca, también periodista. Tampoco su gremio queda exento de repaso en su novela: «Hay que reivindicar otra vez el periodismo de la minuciosidad, de la escrupulosidad, de la búsqueda de la exactitud».
«Es cierto que la inmediatez nos obliga a ser precipitados muchas veces, y la precipitación, a no ser todo lo rigurosos que deberíamos ser, pero no podemos desprestigiar este trabajo, esta labor», insiste, preocupada. En sus posesiones conviven dos tipos muy distintos de hacer: el preciso y comprometido, ejercido por el personaje de Marcel, y el que hace Iván, ambicioso, todo un yonqui del reconocimiento. ¿Cuál predomina hoy? No duda: «El segundo, y un tercero, por el que paso muy de puntillas, que es el actual, la perversión del de Iván». «Yo creo que el único periodismo válido es el de la vieja escuela -se apresura a añadir-. Hoy no se hace buen periodismo, se hace un periodismo de supervivencia que lo que consigue es que la sociedad deje de considerarlo útil, necesario. Cualquier otra cosa, si es de mala calidad, no vale, lo devolvemos. Pero el periodismo no, nos lo estamos comiendo aunque esté adulterado».