Todas las mujeres caben en Meryl Streep y todas tienen esa impronta que solo ella sabe darles. Con su mirada transparente y con ese modo tan único de mover las manos que hacen que cada una de las escenas de sus películas se conviertan en una lección magistral. Meryl Streep mueve las manos y dirige al espectador a la emoción más profunda, al detalle que no se escapa, a la sutileza que hace girar un guion. La prueba, y es solo un ejemplo, es la maravillosa Francesca a la que dio vida eterna en Los puentes de Madison. Un filme con frases que los espectadores más fanáticos pueden repetir de memoria y que, sin embargo, podría verse en silencio, como una cinta de cine mudo, siguiendo las manos de Francesca que se van abriendo y cerrando en delicadísimas posibilidades. Meryl Streep es esa madre que recibe a sus hijos sacudiéndose las manos en el mandilón, según acaba de cocinar, para agigantarse en un abrazo enorme en el porche de su casa. Y es también esas manos limpias doblando la ropa -con la exquisitez de la esposa perfecta- mientras le hace la maleta a su marido. Son las mismas manos que arreglan el cajón mal regulado del dormitorio marital, que se atasca como la rutina de la pareja, y que ella conduce al carril adecuado. Las manos de Francesca son las que se sonrojan y que ella se lleva a los mofletes y a la boca en una carcajada que abre la fuerza del amor a Robert o a Clint Eastwood (yo ya los confundo). Son los dedos húmedos bajo la ducha que ella besa una y otra vez con delirio porque son las finísimas gotas de agua que han mojado unos segundos antes el cuerpo de Robert. Son las manos que abren de par en par la bata de seda en el calor de la noche para que el aire la alivie. Y son, por encima de todo, las manos que doblan el cuello de la camisa de Robert, que ella sacude con el instinto de la confianza, cuando él está sentado a su lado mientras Francesca habla por teléfono. Esa es la mejor escena. Esas manos que él acaricia de inmediato con la certeza de haber encontrado el verdadero amor. El amor que se queda agarrado eternamente en la manilla de la puerta del coche de Francesca. El amor que guardan las manos de Meryl Streep.