El filme de Amenábar centra las miradas en un autor poliédrico, que ha analizado y descrito nuestras dudas como pocos lo han logrado
25 oct 2019 . Actualizado a las 12:26 h.Mientras dure la guerra bien podría ser un relato cinematográfico sobre el error; quizás sobre el arrepentimiento. Poco importa en el conjunto. La nueva cinta de Alejandro Amenábar se centra en contar las últimas decisiones de Miguel de Unamuno, consigo mismo y con el resto de España, tras el sublevamiento militar del 36. A estas alturas ya sabrá que Karra Elejalde está espléndido en su papel, catapulta hacia el Goya, y que la película se recrea en un equilibrio interesante entre lo histórico y lo político, tratando de no caer en la retórica fácil y dejar que sean los personajes, y los hechos probados, los que hablen en pantalla.
Más allá de los fotogramas, la cinta genera una atracción hacia la figura del escritor vasco al lograr lo que no se permiten los libros de texto de secundaria: mostrar un ser humano con sus dudas y aristas, sus miedos y amores, más allá de una lista de obras y unos renglones que sinteticen su legado de manera más o menos memorizable.
Por eso, quizás, si ha visto la película, sienta el impulso de leer alguna de las obras que Unamuno dejó al mundo. Bien es cierto que, a falta de estadísticas oficiales que nunca se realizarán, es posible que si ha acudido a ver la proyección, ya haya caído en su prosa inteligente y brillante.
Sea como sea, Unamuno se eleva sobre una cultura y un conocimiento intelectual vastísimo. Por eso, la filosofía que arrastra su obra es hoy necesaria y agradable, como un bálsamo entre un ruido de publicaciones inasumible para la comunidad lectora. Al vasco hay que leerlo, pensarlo y llevarlo puesto.
Heterodoxo con la teoría de géneros literarios, dio a entender con la fantástica Niebla que las etiquetas corren el riesgo de asfixiar la creación, limitarla. Sus nivolas, ese término con el que huye de la novela tradicional a sabiendas de que la mayoría no querría interpretarla como tal esa una prosa cargada de pensamientos y monólogos internos, sinónimos de una bella aproximación a las ideas vitales que Unamuno perfiló en su vida adulta.
Es esta su más famosa obra. Un relato donde Augusto Pérez, su protagonista, cae enamorado de Eugenia, su Dulcinea. Tras ello, la literatura se pone al servicio del vasco hasta provocar (¿es spoiler narrar el final de una obra de más de cien años?) el encuentro entre creador y personaje, que concluye en un análisis del destino y la posibilidad. No se preocupe, son unas 200 páginas de enorme sencillez. En realidad, lo que exhibe aún más el talento del intelectual para transmitir ideas densas y empinadas es ese uso del lenguaje cotidiano. «¿Y qué es amor? ¿Quién definió el amor? Amor definido deja de serlo...». Son también nivolas, o así suelen ser consideradas Abel Sánchez, Amor y pedagogía y La tía Tula. Si hay que añadir San Manuel Bueno, mártir a esta clasificación ya sería motivo de debate un tanto absurdo en estas líneas, por el tema de espacio, como supondrá. Huelga decir que cualquiera de estas lecturas permite un contacto directo con el pensamiento filosófico de Unamuno, a través de unos personajes que no evolucionan en exceso, sino que describen una pasión concreta, encarnan un sentimiento.
En el otro lado de la balanza, siendo esta una lectura más compleja aparece Del sentimiento trágico de la vida, un profundo viaje hacia la psicología del hombre contemporáneo y sus creencias necesarias. «Lo cierto es que creer en Dios es hoy, ante todo y sobre todo, para los creyentes intelectuales, querer que Dios exista».