
Últimamente me despiertan los pájaros que cantan como si fuera primavera en algún lugar. Menos mal que en las ciudades húmedas la hierba crece entre las piedras y surgen jardines espontáneos en los tejados. Esa frase ya la he usado, creo, pero me repito tanto como estos días idénticos unos a otros. La lluvia, el sol, los pájaros, los geranios. No tengo más de dónde tirar para crear atrezzo para mis demonios.
Aquí dentro la única naturaleza es mi cuerpo y el presente una excepción, como si no hubiéramos aprendido que el futuro no existe. En la calle hay lluvia y silencio y psicosis, parecemos todos aquellos locos de una época que creían ser Napoléon. Nos felicitamos por el esfuerzo de quedarnos en casa viendo la tele y haciendo bizcochos y aceptamos que ir a trabajar es algo así como jugar al fútbol en un campo de minas. Cuando salimos a la calle lo hacemos entre el miedo y el orgullo de estar jugándonos la vida. Yo lo hago con la mano en el estómago, agarrándome la úlcera inexistente como el general francés. Con guantes, eso sí.
Mientras tanto mi piel no sabe nada de aplazamientos y sigue su curso de envejecimiento ajena al stand by que exige el confinamiento. Siempre hay una arruga que viene a recordarnos que la vida pasa hagamos algo mientras tanto o no. En tiempos de zozobra los de carácter indolente nos hacemos a un lado y le decimos: pase usted, que nosotros ya iremos yendo.
Es difícil vivir a tientas.
Recuerda Mario Colleoni en su exquisito ensayo Contra Florencia a un profesor de arte que le enseñó que lo importante es saber el momento exacto en que suceden las cosas. Me pregunto si es eso posible mientras las cosas están sucediendo. Los soldados siguen luchando en batallas cuando la guerra está perdida, los imperios se desmoronan sin enterarse y las parejas casi siempre rompen mucho antes de que se den cuenta.
El optimismo no ayuda mucho para detectar derrumbes, pero me será útil cuando un día me despierte y a mi alrededor todo sean escombros.