Con «Rough and Rowdy Ways», el americano mira a la muerte, apela a las referencias de su vida y entrega un gran disco
26 jun 2020 . Actualizado a las 15:32 h.Seguramente se encuentre ahí una de las poquísimas vetas vírgenes que le quedan al rock: sus grandes iconos encarando la muerte y cerrando el telón con discos serenos y meditados que se preparan para lo que llega. Está ocurriendo por primera vez, igual que un día agitaron caderas, conciencias y puritanismos como nunca se había hecho antes. Ahora toca mirar al crepúsculo de la vida propia desde el mirador de sus canciones. Caídos imprescindibles como Johnny Cash, Leonard Cohen o David Bowie, haciendo viajes introspectivos y oscuros en sus obras finales y dejando fe de los últimos días de su existencia, cada vez quedan menos. Parece como si se estuviera ante el aliento final de una generación de gigantes que dio forma a lo que hoy es el rock.
Bob Dylan permanece ahí. A sus 79 años sube a ese mirador de tinieblas, como un sabio fantasma de otra época hablando de esta que estamos viviendo tan peligrosamente. Tras un extraño periplo por los estándares de la música americana -inaugurado con Shadows in the Night (2014), seguido con Fallen Angels (2016) y concluido con Triplicate (2017)-, en marzo dio un quiebro no previsto con la puesta en circulación del tema Murder Most Foul en plena explosión de la crisis del coronavirus. Manteniendo esa imagen de espíritu libre, primero renunció a cancelar los conciertos previstos, como estaban haciendo ya la mayoría de los músicos. Luego, entregó este monumento sonoro de 17 minutos aislado de todo. Una insólita pieza en spoken word lanzada al océano digital que miraba al asesinato de Kennedy como «el más infame» y repasaba una buena parte de la historia del siglo pasado. Sin libreto de explicaciones ni plan de ataque, nadie sabía muy bien qué significaba. Solo que servía para dar carpetazo a su capricho de las versiones, entregando material nuevo. Y realmente excelente.
Cinco sobre cinco
No lo sabíamos, pero nos encontrábamos ante el primer adelanto de Rough and Rowdy Ways, el 39.º álbum del artista, saludado con honores de obra maestra y puntuaciones de cinco sobre cinco en las publicaciones más prestigiosas del planeta. Superior a su más inmediato precedente, Tempest (2012), pero sin alcanzar la excelencia del antecesor, Modern Times (2006), muestra a un Dylan tirando de las bases musicales que han marcado los últimos tiempos -lúgubre oscuridad, blues, toques de jazz, aroma pre-rock, folk, espectros soul- como quien estira un chicle hasta el final.
La novedad la pone el tono. Por un lado, haciendo una especie de revisión a los hitos culturales y sociales que han forjado lo que es América, desde Martin Luther King a Elvis, pasando por Jack Kerouac o Walt Whitman. Por otro, la manera con la mirada a los ojos de la propia muerte. Unas veces con trascendencia. Otras con humor negro. Pero siempre, apareciendo y desapareciendo la señora de la guadaña como esa sombra de blues intermitente que comanda el viaje.
Existe un cierto punto de testamento en el álbum. Además, al surgir en este mundo global de populismos, covid-19 y unos vertiginosos cambios sociales equivalentes a los que narró en su celebérrima The Times They Are A-Changin' de 1964, muchos han querido ver una luz profética en la confusión de la oscuridad.
«No soy un falso profeta / solo sé de lo que sé», canta en False Prophet, poniendo la venda antes que la herida. «Déjame pasar, abre la puerta / Mi alma está angustiada, mi mente está en guerra», le dice después a la muerte en Black Rider. Son dos polos que marcan un disco lleno de reencuentros con sonidos conocidos y varios momentos de temblor interior ante el embriagador efecto de esa belleza de arrugas profundas. En ese sentido, Key West (Philosopher Pirate), lenta, bonita y emocionante, es de las de abrir el alma en dos y entregarla totalmente al sonido. Maravilla.