Una monografía de Philip Jodidio editada por Taschen repasa la meteórica carrera de la arquitecta iraquí, que tuvo que luchar contra el machismo y la incomprensión de sus colegas
15 nov 2020 . Actualizado a las 18:05 h.La mujer invisible. Así podría resumirse la historia de la participación femenina en la arquitectura contemporánea. No por falta de nombres, pues la lista es larga e ilustre, desde las pioneras de principios del siglo XX como Eileen Gray, Charlotte Perriand o la española Matilde Ucelay a figuras de los años 50 y 60 como Gae Aulenti o Lina Bo Bardi. Muchas de ellas destacaron pese a estar a la sombra de sus maridos, como Ray Eames, o de arquitectos de prestigio, como Marian Lucy Mahoni, que firmó muchos de los bocetos de Wright; Anne Tyng, que trabajó con Louis Kahn; y Denise Scott Brown, socia de Robert Venturi, quien se negó a asistir a la entrega del premio Pritzker al haberle sido concedido solo a él y no a su colega.
En los últimos años ha llegado el reconocimiento en forma de proyectos y premios para profesionales como Benedetta Tagliabue, Kazuyo Sejima, Carme Pigem (del estudio catalán RCR) o el dúo integrante de Grafton Architects, Shelley McNamara e Yvonne Farrell, galardonadas este año con el «Nobel» de la arquitectura. Pero si ha habido una arquitecta que rompió todos los esquemas y tabúes ha sido Zaha Hadid. La anglo-iraquí fue, parafraseando a C.S. Lewis, «un relampago en un cielo claro» desde su aparición en la escena internacional a principios de los años 80. Y probablemente nadie lo tuvo más complicado que ella para hacerse valer, ni recibió tantos portazos; pero tampoco nadie fue más inasequible al desaliento y luchó hasta acabar, por méritos propios, en el Olimpo de la arquitectura.
Cuatro años después de su prematuro fallecimiento -tenía 65 años-, la editorial Taschen acaba de publicar una monografía con la obra completa de Zaha Hadid. Y es justamente ahora, al repasar todo su ingente trabajo durante tres décadas, cuando nos damos cuenta de la brillante trayectoria de una mujer que incluso en aquellos proyectos que se quedaron en el papel sobresalía y rompía moldes.
Nacida en Bagdad e hija de un industrial que fue ministro de Finanzas de Irak, Zaha Hadid estudió la secundaria en Suiza y Gran Bretaña, y se graduó primero en Matemáticas y después en Arquitectura. Empezó a trabajar con Rem Koolhaas, pero rápidamente abrió su propio estudio en Londres, a finales de los años 70.
En 1983 ganó su primer concurso, The Peak, un club privado en las colinas de Hong Kong, donde plasmaba lo que denominaba «geología supremacista»: capas superpuestas con grandes vigas en voladizo con el propósito de crear una nueva topografía artificial. Los planos de Hadid «ampliaron los límites de lo posible mucho antes de que el sofisticado diseño asistido por ordenador [CAD] condenara a la desaparición a la estricta rejilla del movimiento moderno», explica el influyente crítico Philip Jodidio.
El proyecto no llegó a construirse y la arquitecta sobrevivió durante una década con trabajos menores de interiorismo y diseño de mobiliario, hasta que la compañía Vitra le dio la oportunidad de hacer realidad una pequeña estación de bomberos en su complejo de Weil am Rhein (Alemania). Fue un gran escaparate que resumía todas sus ideas, influidas por el constructivismo ruso de El Lissitzky: la ruptura con las reglas pero sin salirse del dibujo, la innovación, la búsqueda de líneas naturales, la fluidez, las diagonales y perpendiculares, hibridar, fusionar, desterritorializar.
El impacto en la profesión fue tremendo, pero el mundo no estaba preparado para dar los galones de la nueva arquitectura a una mujer. En 1994 ganó el proyecto de la ópera de Cardiff (Gales, Reino Unido); su diseño era tan radical que tuvo que superar varias rondas adicionales frente a competidores como Norman Foster, Rafael Moneo y el propio Koolhaas, superándolos a todos. Pero se estrelló con la incomprensión -la tacharon de elitista- y dificultades financieras por parte de los promotores dejaron el edificio en el cajón. «Dales tiempo y espacio para entenderlo -fue su reacción-. El problema es que la gente en este país ha visto tanta basura durante tanto tiempo que cree que la vida es un Tesco. Cuando la mayor aspiración es hacer un supermercado, entonces tienes un problema».
Tuvo que esperar a finales de los 90 para empezar a conseguir contratos estables y ahí ya fue imparable. La estación de tranvías de Estrasburgo, el trampolín de saltos de esquí de Bergisel (Austria), el Centro de Ciencias Phaeno de Wolfsburgo (Alemania), un museo de arte en Cincinnati (EE.UU.), otro en Copenhague, el MAXXI de Roma... En el 2004, con más obra teórica que construida, ganó el Pritzker y se convirtió en una estrella. En España lo mismo decoraba una planta de un hotel (Puerta América, Madrid) que tendía un pabellón-puente sobre el Ebro en Zaragoza. A Coruña dejó pasar la oportunidad y no eligió su propuesta para la Casa de la Historia.
En sus últimos años firmó edificios impresionantes en todo el mundo, especialmente en Asia: la ópera de Guangzhou, la terminal del aeropuerto de Daxing (Pekín, el mayor del planeta), el centro acuático de los Juegos de Londres, estadios, rascacielos... Muchos todavía se están construyendo. Es el legado de una arquitecta con genio y genial.