El lector se encontrará en la incómoda «Ceniza en la boca» (Sexto Piso), pero esta vez en el otro lado, en la parte opresora. Revuelve la segunda novela de la mexicana, una historia que habla del estigma y de los cuidados no romantizados
18 mar 2022 . Actualizado a las 17:27 h.Saltando de un titular a otro en sus redes sociales hace tres años, Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) se encontró con una escueta nota que recogía el fallecimiento de un joven tras haberse precipitado al vacío desde un quinto piso en Madrid. La información era escasa, apenas daba detalles de lo ocurrido, recuerda. Deslizaba que el chico no era de la capital, sin especificar si era migrante o un recién llegado de provincias, y el seguimiento del caso tampoco arrojó mucha más luz: nunca llegó a saberse qué había pasado. Durante un par de días, los medios barajaron explicaciones y el bullying fue ganando peso, pero entonces pasó cualquier otra cosa y enseguida la conversación había cambiado de tema. A la escritora mexicana, que acababa de publicar Casas vacías —ganadora en el 2020 del Premio Tigre Juan—, le pareció, sin embargo, esta una noticia lo suficientemente importante como para parar el mundo: «A nuestro alrededor suceden cosas alarmantes como esta, y nosotros estamos a otra cosa. Que un adolescente haya decidido tirarse por la ventana plantea muchas preguntas». Navarro abrió el signo de interrogación. Y empezó a escribir Ceniza en la boca (Sexto Piso, 2022).
—El suicidio ha sido un tema tradicionalmente silenciado en los medios. No se informaba de estas muertes para evitar un posible efecto llamada.
—Esto es muy interesante. No sé si, más que el suicidio, lo que se quiere evitar es el contagio del planteamiento que lleva a él, no vayan las personas a empezar a plantearse qué vidas merecen la pena ser vividas y cuáles no, y si su vida, tal y como la están viviendo, es una de las que no. Cuando no se habla de algo que está sucediendo, eso nos empieza a pudrir por dentro, a gangrenar social e individualmente. Y esas cosas terminarán explotándonos en la cara.
—«Si no se habla de ello, no existe». Pero sí existe.
—Exactamente. Ahora estamos además en un momento histórico en el que hablamos de muchísimas cosas, nos están interesando cosas de las que antes no se nos permitía hablar y estamos tratando de traerlas al espacio público, que es donde se pueden tomar decisiones en comunidad y presionar a los Gobiernos, donde podemos sentirnos un poco acompañados. Porque de eso va nuestra vida desde el 2020, de estar menos solos.
—¿Agudizó la pandemia la sensación de soledad?
—No sé si la agudizó, pero sí permitió ponerla sobre la mesa. La soledad ha estado ahí desde hace mucho, pero con la pandemia se hizo evidente, se reveló como un problema que también afectaba al otro, que no mucho más que un sentimiento individual, algo que tuviésemos que resolver a solas. Emergió igual que emergieron muchos problemas de salud mental. Me llama mucho la atención la manera en la que se han abordado estas enfermedades en el siglo XX. Nos acostumbramos a alejar a las personas con trastornos emocionales, a internarlas, a medicalizarlas, a apagarlas para que no afeen el mundo, para que todo siga su curso, normal, muy limpio y estético. Pero lo que creo es que tendríamos que acabar con los psiquiátricos. No podemos aislar a alguien en el momento en el que más acompañado debería estar. Se les aleja, y me parece muy perverso.
—¿Hay mucha diferencia entre México y España a la hora de hablar de la salud mental?
—Desde mi experiencia, que no es universal, siempre he sentido que curiosamente allí, en México, era más sencillo hablar de estos temas que aquí, porque allí las mujeres, por todo el contexto histórico que se ha vivido en ese país, hablan en susurros y con la puerta cerrada para que nadie les escuche, no porque no quieran ser oídas; saben que puede haber consecuencias. En México no hay tantos psiquiátricos como en España, no hay adonde enviar a la gente con trastornos mentales, y entonces esto se colectiviza más pronto, con la familia, con la comunidad.
—¿Existe el duelo migratorio?
—Por supuesto, es un tema que siempre me ha parecido muy interesante. En México tenemos la tradición obligatoria de que la mayoría de la población del sur se va a Estados Unidos, somos un país que ha asumido ser un país emigrante y siempre me ha generado mucho interés no solo el que se iba, también el que se quedaba. La mía era de las familias que se quedaban. Me parecía interesante la ausencia de estas personas, pero nunca me había tocado ser migrante hasta que me tocó, y nunca lo había problematizado dentro de mi propia vida. Ahora estoy en ese proceso [Navarro viva actualmente en Madrid]. Creo que todavía no lo entiendo, pero sí me ha ayudado escuchar experiencias de otras personas migrantes en España. He trabajado mucho el tema de la migración y creo que, además, es un proceso del que no se quiere hablar mucho: los afectos, la nostalgia, el famoso síndrome de Ulises de querer regresar a un hogar por el que se lucha y que a lo mejor ya no existe, plantearse que igual el viaje no valió la pena... La realidad es que la gente se mueve y se va a seguir moviendo. Así ha sido siempre. Y luego están las consecuencias que trae el desarraigo
—¿Configura ese desarraigo la identidad?
—Marca la personalidad, te obliga a reconfigurarla. Creces pensando que eres una persona y luego llegas a otro lugar y se te etiqueta, y se te dice: «Ahora eres esto». Y esa etiqueta o ese estereotipo que se te pone como migrante determina tus oportunidades. Si eres latinoamericana creen que eres la canguro de los niños que tienes alrededor o dan por hecho que eres la que limpia, que es un trabajo muy digno, pero no está reconocido, se paga mal y en él todavía existe una especie de esclavismo. ¿Qué haces, te peleas con esa etiqueta o te adaptas a ella? Porque a lo mejor es lo que te da de comer. Para mí, es como un proceso de volver a nacer, lo que pasa es que en un primer momento, cuando tú te estás configurando como ser humano, te acompaña alguien. Y en este proceso, cuando lo haces de adulto, es más complicado porque ya eres consciente de que no hay vuelta atrás.
—Qué vigente hoy, con miles de personas huyendo de Ucrania, la sensación de no pertenecer, de empezar de cero.
—Pienso mucho estos días qué pasaría si mañana tuviese que irme de mi casa sabiendo que mi vida no va a volver a ser igual. Y me está costando enfrentarme a comentarios que encuentro en las redes empatizando con estos refugiados porque «ellos sí se parecen a los europeos». Hay gente que llegó aquí en patera o que viene de otra guerra y a los que les siguen cerrando las puertas con la ley de extranjería.
—¿Hay emigrantes de primera y emigrantes de segunda?
—Me está costando mucho procesarlo, porque estas diferencias quiénes en realidad las están marcando son los que toman decisiones, el Gobierno por ejemplo, que ha decidido regularizar la situación de las personas ucranianas. Y lo aplaudo, y lo celebro, pero antes había mucha gente solicitando la regularización y no se le estaba escuchando. No es algo exclusivo de España, así son las naciones. Escogen lo que mejor les convienen.
—De vuelta al principio, esta es una historia que plantea constantemente la pregunta de qué vida merece la pena ser vivida. Le pregunto a usted: ¿qué tipo de vida cree que vale la pena ser vivida?
—Una en la que se nos permita ser como somos y vivir todo el dolor que vamos a tener a lo largo de nuestra vida, porque esto es inevitable, y al personaje de esta novela no se le permitió. Siempre se habla de la felicidad, del placer, pero yo apostaría por permitir que todo el dolor que vamos a vivir pueda ser procesado. Y que se respete a quienes decidan que no quieren vivir la vida que les ha tocado.