Rodrigo Cuevas: «Viviendo en Galicia aprendí que realmente existe la libertad»

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Rodrigo Cuevas, en el centro, junto a los músicos Frank Merfort y Richard Veensdra.
Rodrigo Cuevas, en el centro, junto a los músicos Frank Merfort y Richard Veensdra. cedida

La zarzuela se asoma al siglo XXI teñida de cabaretera irreverencia y envuelta en atmósferas electrónicas y distorsión. Así es «Barbian»

09 abr 2022 . Actualizado a las 09:51 h.

Así se marque un pasodoble. Seguro que suena irreverente. Por mucho que insista en confesarse complaciente, a cada género al que se acerca le pega un revolcón. Que bienvenido sea, de paso. En Barbian, Rodrigo Cuevas pone en valor la zarzuela, tendiendo puentes inverosímiles entre la tradición y el underground. Y lo hace desde un acercamiento sincero y libérrimo a su naturaleza más canalla. El lumpen cañí convertido en quintaesencia de modernidad.

­—De «Barbian» se ha dicho que es «una bofetada a la complacencia». ¿Por qué?

—No lo sé. Yo creo que sí que es un espectáculo complaciente. Es un poco disruptivo, pero no creo que nadie se vaya a levantar de la butaca. A mí es que los espectáculos que veo me parecen siempre superamables. Yo veo a Albert Pla y salgo diciendo: «Jo, es que es un tipo superconciliador». No lo veo provocador ni agresivo para nada. Donde otros ven divisiones, yo veo puentes todo el rato.

—¿Qué te fascinó de este proyecto?

—Trabajar con la zarzuela. Yo había tenido un acercamiento a ella y me había gustado. La música de las zarzuelas está escrita por muy buenos compositores y sus textos también son muy buenos. Pero es cierto que las generaciones jóvenes no conocemos la zarzuela. Y yo me preguntaba: «Si la materia prima es buena ¿por qué no engancha?». Y creo que es porque la forma de presentarla no ha sido la más atractiva.

—La zarzuela estaba marcada por el estigma de rancia, cuando no de facha.

—Ya, pero eso es un prejuicio, totalmente. La mayoría de las zarzuelas son anteriores a la Guerra Civil.

—¿Eran transgresoras para su tiempo?

—Mucho. Hay textos que canto en este espectáculo que son superfuertes. Imagínate, el Madrid de la bohemia. Eso sí que era underground. No eran para nada patrones fascistas de personajes.

—Tú te defines como «agitador folklórico». Además del folklore, ¿qué más hay que agitar?

—No sé. Ahora me da miedo agitar. Creo que hay que dejar reposar un poco. Está todo demasiado agitado ya de por sí. [Se queda en silencio]. La agitación social tiene que tener un fin último, que es la mejora de las condiciones de vida de los oprimidos. Pues no. La gente la entiende como una revancha, como una vía para aliviar sus ansias de venganza. Por eso me está dando un poco de miedo. Porque yo entiendo la agitación como el germen de la creación, no de la destrucción.

—«El folklore es lo más democrático porque nos pone a todos en el mismo sitio». ¿Es la única música que consigue eso?

—Posiblemente. Es como la Coca-Cola de la música. Que bebo yo la misma que bebe Donald Trump. Pues con la cultura popular pasa lo mismo. Seguramente Abascal y yo cantamos las mismas coplas. Que se joda [se ríe]. Contaba Lauren Postigo que «por una orilla del río de la guerra cantaba Ojos verdes Conchita Piquer, mientras por la otra orilla del río de la guerra cantaba Ojos verdes Miguel de Molina». Eso es lo maravilloso. La cultura popular es la argamasa de la sociedad.

—¿Cómo se está viendo y viviendo desde fuera lo que está pasando en Galicia con respecto al auge de las músicas de raíz?

—Yo, desde Asturias, lo vivo como una conquista compartida porque, aunque aquí no hay un fenómeno tan fuerte, siento que estamos en el mismo momento. Me parece muy esperanzador. Por fin, ¿no? Y además trasciende a Galicia. Aquí en Asturias entras en un bar mainstream y también escuchas a Tanxugueiras. Es maravilloso.

—Regresas a Pontevedra, donde viviste siete años. ¿Qué te llevaste de allí?

—Sobre todo, me llevé mucho conocimiento. En la aldea donde vivía, allí en A Lama, yo aprendí que las metas se alcanzan cuando crees ciegamente que las puedes alcanzar, por mucho que tu proyecto parezca surrealista y abocado al fracaso. Aquellos siete años fueron tan divertidos... Yo llegué allí sin un euro en el bolsillo, sin coche, sin trabajo... Y de repente tenía un montón de animales, todo era divertido, me llevaba genial con todos los vecinos, hacíamos fiestas en las lareiras de los paisanos o venían ellos a nuestras fiestas... Era todo tan fácil y tan real... A mí nunca me sale de la boca decir lo que dicen aquí: «No, es que con la gente del pueblo no se puede hacer nada». Seguramente en A Lama también habría mucha gente que pensaría eso. Es un discurso que siempre hay en los pueblos. Pero yo de A Lama me llevé eso, la sensación de que todo se puede hacer.

—Tanto Mercedes Peón como Xisco Feijoó han dicho que donde más felices habían sido fue en las aldeas.

—Pues yo igual. Es lo que me llevé de Galicia, el aprender que realmente existe la libertad. Que solo tenemos que mirar atrás, ver como vivían antes, quitarnos expectativas de la cabeza, quitarnos la competitividad y todas esas mierdas del mundo contemporáneo.

—Estás preparando ya un nuevo proyecto. ¿Qué puedes contar de él?

—No te puedo decir mucho porque está en pañales. Pero sí te puedo adelantar que me voy a grabar el disco a Puerto Rico.

—¿Vas a hacer reguetón?

—No sé, vete tú a saber [se ríe]. En principio, no. Quiero trabajar con un productor de allí que me gusta mucho. Sigo queriendo hacer algo que sea como muy tradicional, pero muy popular también. Porque quiero dignificar las músicas que no son tan tradicionales pero que la gente se divertía mucho con ellas. Yo que sé..., el pasodoble, las habaneras... A mí todo eso me flipa también y sin embargo está un poco desprestigiado, incluso por los folklóricos, que dicen: «No, eso es moderno». Pero eso cumplía una función que al final es la que hace sobrevivir al folklore, que es que la gente se divierta con él.

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