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El verano se resiste a retirarse, aunque mamá me dice que ese pájaro que gorjea por las tardes avisa de la llegada del otoño. También lo hace mi pelo, que se desmorona como las piezas mal colocadas de un lego. Quizás sea la dieta o la menopausia, admonición de la aparición de otro otoño, el de la vida.
Sea como fuere, cada vez que en la mano se queda un puñado de mi cabello me acuerdo de aquel poema de Alda Merini con el maravilloso título Huida de loba: «a quien me pregunta/ cuántos amores he tenido/ le respondo que mire/ en los bosques para ver/ en cuántas trampas ha quedado/ mi pelo». Luego barro los restos de mi melena que se alfombran como el pasado a mis pies y pienso que, cuando vuelva a Milán, visitaré su casa museo en el Naviglio.
Mientras tanto leo sus memorias, geniales y erráticas, dignas de una poeta famosa y pobre que nació en veintiuno y primavera, ayudó a parir a su madre bajo un bombardeo y pasó catorce años de su vida entrando y saliendo en un psiquiátrico. La primera vez la llevó allí una ambulancia que llamó su marido, las siguientes se fue ella por propia voluntad hasta que un día «una gran oleada de viento, tal vez una gracia, o una gran magia, la ayudó a lograr abandonar aquellas rejas». Pero de la experiencia del manicomio no se sale nunca, y después de quedarse sin cerebro natural a causa de los electrochoques, para escribir interrogaba a su intestino, a sus entrañas. Eso dice, que aceptó el latido coral de sus vísceras y a mí me parece bien, porque todo lo importante que nos pasa se siente ahí, en el triángulo mágico.
Este Delito de vida es un libro hermoso y raro, como raro es que una mujer loca se convierta en escritora famosa, aunque sea una que crea belleza del amor y del dolor. En sus últimos años los jóvenes llamaban a su timbre en busca de su halo y quizás como en aquel verso, «pidiendo su silencio cansado». Tal vez alguno, como yo, como ella, se hacía esta pregunta:
«… Pensamiento, ¿dónde echas raíces?
¿En mi alma loca
O en mi vientre roto?».