
Nunca se sabe en qué momento empiezan las guerras, aunque acostumbramos a bromear con el botón rojo que nos llevará a la próxima y que será pulsado por algún hombre con demasiado poder. Los hombres con mucho poder son peligrosísimos, sobre todo si llevan instalados tanto tiempo en él que el aburrimiento les hace buscar nuevas emociones. Enamorarse o tirarse en paracaídas son naderías si tienes al mundo entero en tus manos.
De los hombres de la guerra habrá mucho que decir, pero hombres más anónimos han ejercido el poder en sus familias desde que el mundo es mundo. Algunos de manera magnánima y otros de manera cruel y algunos otros aparentando bondad, pero manteniendo una disciplina férrea y un implacable control de voluntades, entendiendo la familia como un todo que se construye a imagen, semejanza y mayor satisfacción del cabeza de familia. Qué expresión más terrible. Ocupada la cabeza, a las mujeres les queda(ba) el corazón y las manos para cargar con todo.
Para mantener el orden, las rutinas son imprescindibles. Si se rompe alguna, puede surgir la grieta por donde se cuela la rabia, por donde empieza la revolución. En la maravillosa novela de Birgit Vanderbeke, una familia espera al padre a la hora de siempre. Este se retrasa y cada minuto se convierte en una detonación que libera la furia, el ahogo, el hartazgo de una microsociedad encorsetada en unas reglas asfixiantes que algunos leyeron como metáfora de la Alemania oriental en la que vivía la autora.
Puede que sí, pero también es verdad que las mujeres tenemos Mejillones para cenar.