El amor de los hombres solitarios

Mercedes Corbillón

FUGAS

03 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Todo nace en primavera y todo muere en primavera, como las margaritas que arranqué ayer en una cuneta. Debí dejarlas en su lugar. En mi jarrón, una jarra verde de duralex que llevaba 50 años en el bazar de Ribeira donde la compré, no han sido felices y han preferido morir.

El autor del libro que estoy leyendo también prefirió morirse prematuramente. No llegó a los 30 años. Se llamaba Víctor Heringer y era un brasileño descendiente de alemanes que vivieron en Nova Friburgo, una ciudad creada por familias suizas en el siglo XIX. En la solapa hay una foto suya. Era un hombre guapísimo, con un hoyuelito en la barbilla a lo Burt Lancaster. Quizás era un hombre triste o un hombre con un trauma como el protagonista de su novela, El amor de los hombres solitarios. Todos tenemos un trauma, en realidad, lo difícil es saber cuál es. Camilo lo sabe, lo arrastra desde que era niño, un niño cojo de una familia acomodada que vive en Queim, un barrio de Río de Janeiro, donde la calle es una amenaza y el hogar, un lugar triste con un padre médico quizás cómplice de los torturadores y una madre presente y ausente, siempre escondida en el cuarto donde guarda los huevos decorativos que colecciona. La vida explota cuando aparece un chaval que llega de repente a formar parte de la familia y a atravesar el corazón del personaje, que lo recuerda muchos años después, cuando es un hombre solo y acoge en su casa al nieto de su asesino, porque Cosme, el chaval que debía de ser su hermano, fue una energía rotunda que desapareció pronto y violentamente y dejó una herida abierta, un amor inacabado, una soledad que no muere, un luto lento y silencioso, pero fértil en el fondo, capaz de regenerarse como el tentáculo de un pulpo, que sigue por ahí sin ser consciente de que ya no hay cuerpo.

La novela es original, exuberante, como la ciudad donde los niños desaparecen sin que nadie los busque y los árboles rompen el asfalto y el sol agrieta el cemento, y la lluvia lo inunda de vez en cuando. También melancólica, como la música de Nelson Cavaquinho que escoge el narrador como banda sonora y que yo escucho ahora, esa voz vieja que canta «é tão triste cair».