Estoy leyendo un libro de un muerto. Eso no debería raro, leemos constantemente a los muertos. No a todos, claro; leemos a Pardo Bazán, pero no a Pereda, leemos a Rosalía de Castro, pero no a Bécquer, leemos a Montserrat Roig, pero no a Cela. A Kafka sí lo leemos. En la librería le hemos dedicado un altar. Cien años después de su muerte, está más vivo que nunca. Sus papeles los rescató su amigo Max Brod. Dicen que en su lecho de muerte le pidió que los quemase, pero él no lo hizo, claro. Nunca pasa eso, excepto en aquellos casos en los que las familias quieren borrar las huellas que les disgustan, las aristas feas que enturbian el mito. En su última carta, que he leído en una recopilación de Páginas de espuma, Virginia Woolf le dice a su marido Leonard: «Destruirás mis papeles».
Hay un momento en que los escritores se convierten en su propio personaje, seguramente sin quererlo; la universalidad lleva a eso y a que te conozcan en todas partes. Mientras compro un rouge de Ives Saint Laurent para una amiga que cumple años con sempiternos labios rojos, dejo mi ejemplar de Baumgartner en el mostrador. Ese señor se acaba de morir, ¿verdad? Me pregunta la chica, amable, conversadora. Dicen que es una lectura muy fácil, añade. Me quedo un poco balbuceante, no diría yo que Paul Auster es fácil, pero no me atrevo a contradecirla, después de todo, ha conseguido conectar con millones de personas en todo el mundo. Sonrío y me despido con mi paquete de regalo.
En la novela, el protagonista revuelve en los papeles de su esposa que murió nueve años atrás y vuelve a latir un poco en las líneas escritas, y más cuando una joven pretende hacer un doctorado sobre su obra. El encuentro intelectual con esa chica es una forma de revivir aquellos inicios y la fascinación que solo algunas poquitas personas nos causan.
Quizás Auster ya pensaba en su futuro de muerto y se despidió con este libro bellísimo que abre los cajones y deja salir la melancolía y al mismo tiempo esa alegría cotidiana de estar vivo, a merced del azar y de la fuerza de las pequeñas desdichas que nos recuerdan que la única manera de perder es no haber sentido.