Margarita García Robayo: «Hoy nos encerramos en nuestra zona de confort, cultivando las rosas como la mujer de 'La zona de interés', mientras afuera se oyen los gritos»

FUGAS

La escritora Margarita García Robayo.
La escritora Margarita García Robayo. Johanna Marghella

La autora de «El afuera», «La encomienda» y «Alegría» defiende su patria, el lenguaje, con las palabras justas

02 jun 2024 . Actualizado a las 17:35 h.

«He ido acumulando penas toda mi vida. El secreto es guardarlas donde nadie pueda verlas». Es una confidencia de una amiga que comparte, y pone como una alfombra boca abajo, la autora del ensayo El afuera (Anagrama) en una revisión de la maternidad, el feminismo, la escritura, el desarraigo y las relaciones humanas tras la pandemia. Pero las penas Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980) las convierte, como una bestia marina de mirada impávida, en Alegría (Páginas de Espuma), en una alegría torcida, en memoria y supervivencia, en palabras que quedan enganchadas detrás de la oreja. Con El afuera y Alegría visita España la autora de Primera persona (Tránsito) y La encomienda (Anagrama).

Cuando más piensa es cuando lava los platos, asegura. La cabeza del escritor no para. La cabeza y las manos de la mujer en la crianza temprana, generalmente, tampoco. «Son muy importantes las condiciones de producción, que hacen que a las mujeres nos cueste desligarnos de lo doméstico (...). Siempre tengo en mi cabeza esa entrevista que le hizo Siri Hustvedt a Karl Ove Knausgard, en la que él le decía: «No tengo referentes mujeres, no son competencia». Para mí él lo que hace es un regodeo, es un esteta de la vida familiar. Encima, es inverosímil, porque todo el tiempo se está quejando de escribir y escribe seis tomos de mil páginas», comenta.

—Ya estaba yo en la selva García Robayo, gracias a un par de recomendaciones de libreras, cuando llegaron «Alegría» y «El afuera». ¿De dónde vienes, de dónde vienen la persona y la escritora?

El afuera es un ensayo personal. La narradora es la autora. El afuera es buen ejemplo para explicar de dónde vengo. Los contrastes entre mi lugar de origen, Cartagena, y el sitio en el que vivo hace casi 20 años, Buenos Aires, están ahí. La inmigración es un lugar muy solitario, un espacio que uno habita solo por más que haya gente alrededor. Lo siento cada vez que vuelvo a Cartagena, que es uno de esos lugares que te incomodan, te expulsan, que no soportas nada, y te das cuenta de que todo te importa demasiado.

—Salvaje y familiar, pero desde el desapego. ¿Cómo trabajas la mirada?

—Lo que más importa al escribir es ser capaz de trasladar al papel esa forma en la que uno imaginó algo. Al final, uno da vueltas sobre lo mismo, tratando de ampliar su círculo de preocupaciones, que cobran diferentes formas según el momento. Yo me fijo mucho en la preocupación de las mujeres por lo doméstico. Es algo que tiene que ver con las condiciones de producción, que hacen que nos cueste desligarnos de lo doméstico. Cuando más pienso es cuando lavo los platos. Como tengo poco tiempo, necesito tener muy cocinada previamente en mi cabeza la forma de lo que quiero decir.

—«Tengo hijos», dices. Piedra argumental.

—Con mis hijos, mi sintaxis se transformó rotundamente. Trato de ir más a lo esencial. Me encantan las bidirecciones, pero me obligo a traerlas de vuelta. Luego, la mirada que una tiene es intransferible. Yo aprendí a mirar en un bus que me llevaba de mi casa al centro de la ciudad; vivía a las afueras. En ese bus pasaba una hora y miraba tantas cosas... Hoy, busco ese quiebre que sentía en el bus al centro.

—La maternidad tiene algo de migración. ¿Y escribir, es emigrar?

—Tiene algo, sin duda. Le robo a Pedro Mairal la frase que me dijo: «Tengo la sensación de que tu patria es tu lenguaje, es el lugar al que perteneces».

«Cuando mis niños eran más chicos, usaba lo mismo que mi madre usó conmigo, el miedo. Les decía: «Yo conozco una niñita que no comía verduras. Era tan flaquita que un día se cayó y se rompió todos los huesos ¡y se murió!»

—¿El humor rebaja el drama?

—Es algo que está en La encomienda. El humor no parece algo transferible de un lugar a otro. ¿Qué se hace cuando uno se puede reír de los chistes porque no los entiende o no lo hacen gracia? Recuerdas que tienes otra esencia. Pienso que se trata de agarrar eso esencial. Lo veo en ejemplos domésticos. Mis hijos (de una manera amorosa, quiero pensar...) se burlan de cómo hablo en Argentina. En Colombia hablo como una argentina, y en Argentina jamás hablaré como una argentina. Yo tengo el humor muy caribeño, hiperbólico. Cuando mis niños eran más chicos, usaba lo mismo que mi madre usó conmigo, el miedo. Les decía: «Yo conozco una niñita que no comía verduras. Era tan flaquita que un día se cayó y se rompió todos los huesos ¡y se murió!». Un recurso que dejó rápidamente de ser eficiente, porque los niños son más rápidos que una... Y después en cuanto les decía: «Tenéis que ordenar los juguetes», enseguida la menor salía: «¿Por qué, porque una niñita se murió?». Escribir es agarrar eso y darle una vuelta de tuerca.

—Me estás recordando anécdotas que contó Mariana Enríquez sobre sus abuelas, la gallega y la argentina, tétricas y fabulosas. Hay terrores familiares, cotidianos, que subyacen en tus historias.

—Yo crecí en un lugar en el que lo raro y lo tenebroso es tan cotidiano que uno termina naturalizándolo. No hay cómo combatirlo. Está en Alegría: mujeres violadas, bebés a los que queman... ¿Cómo se cuenta lo que es irremediable? Alegría lo que intenta poner en evidencia es eso, que tu vida esté determinada por el lugar en el que naces, por la condición social.

—El origen es el destino, pareces decir. ¿Sientes que Europa vive en una burbuja, en una especie de pecera?

—Sí, me pasa sobre todo en países como el Reino Unido. Falta mucho contexto para entender este tipo de realidades. No hay referencia para comparar la larga guerra que ha tenido mi país, en este caso. De todas maneras, siento que cada vez es más un problema que también toca a los europeos. Está empezando a hacerse bastante visible con la inmigración; es un drama, un drama a escala mundial. Cuesta mucho justificar desde un lugar biempensante cómo se maneja este tema. ¿Cómo devuelves a la gente del lugar del que viene muerta de hambre porque no hay lugar para más gente? 

—Visto estos días en redes: «''La zona de interés'' es lo que vivimos hoy». ¿Vivimos en nuestra zona de interés, invulnerables a lo que pasa fuera? Cada época tiene sus zonas de interés, y de desinterés...

—Totalmente, sí. Creo que de eso trata, justamente, El afuera. Cada vez vivimos más hacia dentro y tratamos de consolidar ese adentro como si fuera un mundo privado. Y todo lo que esté por fuera de ese pequeñísimo metro cuadrado donde hacemos nuestras vidas y nuestras familias queda excluido del radar de interés. Por eso la pandemia fue tan importante. Fue la cristalización de ese miedo a lo de afuera. El afuera era el enemigo; todo el mundo se encerró en algo que venía ya consolidándose desde años atrás, en su particular mundo privado. Lo que hacemos es, justamente, encerrarnos en nuestra zona de confort, cultivando tus rosas, como la de la película, mientras se oyen los gritos de personas a las que al lado están encerrando en la cámara de gas. 

«Los hijos fragilizan y salvajizan.
Te hacen vulnerable, y a la vez te convierten en una especie de
animal salvaje que hace lo que sea por protegerles»

—Sabes que eres el ojo del huracán de la polémica con frases como esta, de «El afuera»: «La maternidad rara vez se diferencia de la egolatría, ya se en su costado victimista o en su costado narcisista». ¿Qué pasa con esto de ser madre, que nos aniquila y a la vez nos empodera?

—En la maternidad se ve clara la ambivalencia: la posibilidad de que experimentes dos sentimientos opuestos en simultáneo. Los hijos son eso, fragilizan y salvajizan. Te hacen vulnerable, y a la vez te hacen una especie de animal salvaje que hace lo que sea por protegerles, por defender su espacio. Creo que ser madre es una circunstancia bastante interesante por eso. Pero cuando las personas se convierten en padres o madres empieza a acrecentarse esto de cuidar el cuadradito propio y rechazar lo de afuera. Nos amparamos en muchas cosas que están muy instaladas, en el «por mis hijos todo», «con mi madre no te metas». Es algo que no acepta el menor análisis, que no acepta que se le ponga una lupa encima porque se ven las fallas. Es una circunstancia para pensarla con toda la distancia mental. Y lo digo siendo la mamá más mamá del mundo. Soy completamente entregada a mis hijos, pero en el momento de escribir debo tomar distancia para probar cosas que creo que son síntomas de una condición. Con la maternidad hierve la ambivalencia.

—¿A qué libros les debes parte de la escritora que eres?

—Yo leí mucho desde chiquita. Vivía en una casa con libros, pero nunca tuve una lectura muy dirigida ni canónica. Había libros ahí, como cuando una abría la heladera y había agua. Descubrí tarde mis afinidades literarias. Últimamente, soy muy fan de las poetas suramericanas, como Cristina Peri Rossi, Blanca Varela, Elvira Hernández, Estela Figueroa... Son de una simpleza profunda, diría.

—Familia y tragedia van juntas, adviertes. Me parece una llave que descifra buena parte de tu obra.

—Tener familia es amplificar la mirada. Con la familia todo tiene mucha importancia, es como si desapareciera lo liviano de tu aire y de tus preocupaciones. Todo se vuelve pesado, porque te importa, porque quieres como sostener el mundo con las manos. Y eso es trágico, porque no vas a poder, ya sabes que en eso vas a fracasar. No puedes controlarlo todo. No vas a poder inocularles a tus hijos todos los recuerdos felices que quieres que tengan en un futuro ni vas a poder salvarles de todas las cosas que les van a pasar. Convertirse en madre es en cierto modo la inauguración de una fase de frustración constante. Por eso digo que es comparable a la egolatría. No basta con que quieras para que se pueda hacer. No alcanza con decir: «Voy a proteger a mis hijos de todo». No, no alcanza, y además tus hijos no son tuyos. Muy rápidamente, tienen entidad propia y pasan a ser personas fuera de tu órbita de cuidados. Por eso es trágico esa especie de mandato tácito de la maternidad. 

—Invitas a pensar, con tu obra, en una épica femenina diferenciada de la masculina, ligada a lo doméstico, lo familiar, la maternidad, los cuidados. Y en este sentido te percibo inscrita en una estirpe de autoras que horadan o iluminan esos temas con su escritura. ¿Cómo lo percibes tú?

—Para mí es algo natural. Nunca ha sido mi método de escritura pensar: «Quiero hacer tal o cual». Es algo intuitivo. Para mí, los libros, previo a ser libros, han sido preocupaciones. Si esa especie de impulso es femenino, sin duda estoy inscrita en esa tradición de autoras. Tenemos una vida familiar, tenemos hijos; creo que hay una diferencia en cómo escribimos por las condiciones de producción, por los tiempos, por la mirada, por la cosmovisión que se transforma de manera drástica, no solo con otras mujeres, sino también con hombres padres. Siempre tengo en mi cabeza esa entrevista que le hizo Siri Hustvedt a Karl Ove Knausgard, en la que él decía: «No tengo referentes mujeres, no son competencia». Para mí él lo que hace es un regodeo, es un esteta de la vida familiar. Encima, es inverosímil, porque todo el tiempo se está quejando de escribir y escribe seis tomos de mil páginas. Ves la diferencia con la escritora en la extensión, en la sintaxis, en cómo se abordan las cosas sin tiempo.