«Las hijas horribles»: ni malas madres ni hijas horribles, solo imperfectas

FUGAS

Milton Bananas

En el ensayo «Las hijas horribles», Lacasa recoge todas las historias madre-hija que se te puedan ocurrir y se pregunta: ¿por qué nos sentimos culpables por todo?

22 jun 2024 . Actualizado a las 18:12 h.

Cuando Vivian Gornick caminaba del ganchete de su madre por las calles de Nueva York, estaba lejos de ser consciente del revuelo que causarían sus Apegos Feroces. Llamó así a este libro, que inglés se publicó en 1987, porque a su parecer el vínculo que la unía a su madre era despiadado, como un puente que une dos realidades muy diferentes, a veces insalvables. Pero que une, pese a todo.

Aquel retrato que hizo Vivian de su vida familiar fue inspiración para muchas. Annie Ernaux (Una mujer), Jeanette Winston (¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?) o Los Javis con su serie La Mesías han ido tirando de la manta familiar y desnudando así esa tensa relación que se forja en ocasiones entre madres e hijas. Hay que querer, pero no asfixiar; hay que volar, pero no abandonar. El equilibrio imposible.

La última de esta larguísima lista de descendientes directas de Gornick es Blanca Lacasa, que en el minucioso ensayo Las hijas horribles (Libros del K.O.) intenta responder una pregunta que llevaba tiempo rondando su cabeza y que aporta un punto de vista distinto al corpus: ¿por qué nos sentimos siempre tan responsables por todo, tan culpables? ¿Por qué nos sentimos tan malas hijas? ¿Lo somos? Blanca sabe ahora que no, aunque no siempre fue así.

La raíz del árbol maternal

Cuenta al principio del libro cómo una noche, hablando con dos chicas, salió a colación el tema de la hijidad, ese concepto del que se habla tan poco pese a que todo el mundo lo lleva en sus carnes. Y esos sentimientos que ella siempre había asociado a la relación con su madre —la culpa, la deuda eterna, el remordimiento— sirvieron como «una especie de pegamento más fuerte que cualquier pudor» para unir a estas desconocidas. Y se encendió la bombilla: no estaba sola.

Así florece este ensayo, que cava bien hondo para buscar la raíz del problema. Primero se pregunta quién ha hecho a nuestras madres cómo son: siempre al frente de todo —así que «si algo sale mal, que va a salir, ya se sabe a qué ventanilla acudir», dice Lacasa— y, en muchas ocasiones, definidas únicamente por el rol de los cuidados: «Si solo existes como madre y en ese ideal del amor maternal como profesión te has desarrollado, ¿cómo abandonar la crianza?, ¿cómo entender que aquello era algo finito y no vitalicio?». Y pasa después a explorar cómo aquello que definió a toda una generación de madres se trasladó a las relaciones que ahora cultivan. «Hijas sintiéndose responsables. Por todo, por todos y en el nombre de todo. Siempre. Madres sintiéndose culpables. [...] Hijas haciendo sentir culpables a sus madres por no haber sido. Madres culpabilizando a sus hijas por haber osado ser», sentencia Blanca.

Un mar de voces

Este profundo análisis, un ejercicio por explorar las entrañas de nuestra sociedad, podría haber acabado siendo demasiado sesudo. Sin embargo, Blanca acierta rotundamente al basar gran parte del ensayo en conversaciones con mujeres anónimas que, cada una con su mochila, van aportando nuevas caras a esta poliédrica historia. Hablan «Paula, 32 años, sin hijos, una hermana», «Clara, 47 años, dos hijos, un hermano» o «Manuela, 46 años, sin hijos, un hermano, madre fallecida». Lacasa va entretejiendo los fragmentos de sus testimonios como si fueran piezas de un puzle. Por sí solas no son nada, pero juntas acaban pintando todo un cuadro. Aunque no les voy a engañar. Conocer tantas historias cortadas por el mismo patrón, coincidentes en el daño que todo un sistema patriarcal ha causado en un vínculo tan humano como el que nos une a nuestras madres, es un poco desolador.

Pero es también el vehículo para empezar a resolver la pregunta con la que empezaba todo: ¿por qué somos así? Y sobre todo: ¿cómo lo resolvemos? ¿Hay solución? Me temo que no. Al menos, no hay solo una. No hay un único camino porque, como demuestran los opuestos testimonios que recoge Blanca, no hay una única historia. Pero, aunque no sea la respuesta definitiva o el santo grial de las relaciones familiares, Lacasa da un tip que promete funcionar bajo cualquier estrella: «Abandonar [...] las hijas que quizás no somos, esperando unas madres que probablemente no tengamos, para también liberarlas a ellas de conducirse como las madres y las mujeres que no pueden ser suspirando por las hijas que no tienen».

Gestionar expectativas, rebajar las exigencias. Entender que ni unas ni otras somos ni seremos perfectas, solo humanas. Cortar, en definitiva, el cordón umbilical que aún nos une a la culpa.