Sergio del Molino, premio Alfaguara de Novela: «Creo mucho en el destino y muy poco en el libre albedrío, nos define el limitado margen de acción que tenemos»

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Sergio del Molino explora la familia como territorio trágico tirando del hilo de un episodio histórico que había quedado enterrado en el olvido.
Sergio del Molino explora la familia como territorio trágico tirando del hilo de un episodio histórico que había quedado enterrado en el olvido. Juan Diego López | EFE

«Aquí la clase social se nota en la mesa», advierte el autor que radiografió el primero «La España vacía». El escritor activa con maestría el artefacto de la memoria en «Los alemanes», una ficción armada sobre un episodio real, golpe a la colmena de una familia descendiente de nazis afincados en Zaragoza

25 jun 2024 . Actualizado a las 04:14 h.

Como escritor siempre le definió la madurez, incluso cuando era un debutante. No le teme a la memoria ni al humor que de alguna manera la redime, ni a esa España llena de la gran ciudad y sus terrazas avispero, Sergio del Molino (Madrid, 1979), que radiografió La España vacía y nos congeló en La hora violeta —Ojo Crítico de narrativa—, en ese mar helado de la pena de lo que no será el hijo que murió sin poder escribir siquiera los 2 años.

 —«Los alemanes», premio Alfaguara, es la ficción de una familia tejida con los hilos de un episodio real desconocido para algunos, la acogida en España de descendientes de nazis procedentes de la colonia de Camerún. 

—Era una historia enterrada. Llegué a ella por casualidad hace unos 15 años, porque cayeron en mis manos unos papeles de propaganda nazi en español impresa en Zaragoza en 1944. Me sorprendió saber que había sedes del partido nazi en España. Me puse en contacto, para contrastarlo, con amigos historiadores. Y me pusieron sobre la pista de los alemanes de la colonia de Camerún dándome las cuatro referencias que había. Descubrí que los alemanes del Camerún habían sido famosos a principios del siglo XX. Su rastro estaba en novelas, zarzuelas, coplillas, en la crónica periodística... Era gente popular, pero habían quedado olvidados por la historia. Así que hace 15 años lo que hice fue contarla en una serie de crónicas. Esa historia me acompañó, siempre quise hacer con ella una novela.

Esta no es una novela histórica.

—No quería escribir una novela histórica, sino usar esa historia para hablar del desarraigo, de mis obsesiones, de la familia.

«El pasado se hace presente en cuanto lo tocas», adviertes. Y cuando llama, insiste. Tirando de un episodio histórico haces un tapiz con muchos temas candentes: la cultura del pelotazo, el peso del pasado, la crisis de la identidad, la soledad de los mayores o los wasaps que empezamos a escribir y no llegamos a mandar.

—Sí, hay muchas preocupaciones contemporáneas que comparto, que me afectan. Para mí, el tronco son las relaciones familiares, los silencios. La familia es un tema literario inagotable. La relación entre los padres y los hijos, en este caso de rechazo, de hijos que no quieren a sus padres, y que además no tienen problema en ello.

 «Lo que nos define es el limitado margen de acción que tenemos. Somos un cúmulo de azares y circunstancias»

Pero hay lamparones de culpa...

—Estos hijos lo ven más como un fastidio. Hay una tradición de padres e hijos distantes que es una constante en la historia de la literatura. Está en Hamlet y en otros muchos sitios. Y, al final, el padre se redime o el hijo le perdona. Aquí no, no hay final feliz.

¿El origen, la familia, es el destino?

—Yo creo mucho en el destino, sí. Y poco en el libre albedrío. Lo que nos define es el limitado margen de acción que tenemos. Nos vienen dadas muchas cosas. Y hay muchas cosas que creemos que elegimos, y no. Un cúmulo de azares y circunstancias nos llevan a ser como somos. Pero tenemos la pulsión de buscar un sentido, y para ello eliminamos el azar. Podría contar mi historia como un camino del héroe, pero esa, en realidad, es una forma de autoengaño. Si hubiera nacido cien kilómetros al sur, en otra familia, mi historia sería distinta.

Fede, Eva Berta..., son todos personajes muy reales. ¿Te inspiras en conocidos?

—Claro. Todos lo hacemos. Incluso cuando narras cosas que no tienen que ver con tu vida, te basas en lo que conoces, en lo vivido. Por eso creo que la novela es un género difícil para un joven. Si no has vivido, es difícil crear un mundo, que ese mundo no suene hueco. La novela es un género de madurez. En Los alemanes los protagonistas tienen cosas de mí, de mis deseos, de lo que me falta también. Pero no cogí a un amigo y dije: «Lo coloco aquí». Quizá una parte del amigo sí...

«Llega un momento en que es como si la verdad cayera delante de ti y lo que no hayas hecho difícilmente ya podrás hacerlo. Y esas tristezas son una capa de polvo que te sacudes cada mañana...»

Todos, personajes con sueños enterrados, que no llegan a cumplir.

—Es que la vida es algo inacabado siempre, ¿no? Llega un momento en que hay que afrontar que las cosas no sean como tú quieres. Un momento en que es como si la verdad cayera delante de ti y lo que no hayas hecho difícilmente ya podrás hacerlo. Y esas tristezas son una capa de polvo que te sacudes cada mañana y quizá vuelve a caer cada tarde sobre ti.

Podemos vivir en el espejismo o ir viendo, como tú haces ver, que la verdad va desnudándose y no hay elección.

—Esa es la condición de ser adulto.

 «Tenemos una incapacidad para bregar con lo obvio... Hoy las verdades adultas suenan tremendamente siniestras»

Hoy hay tanto adolescente madurito...

—Esa es parte de mi incomodidad con el mundo, la incapacidad que tenemos de bregar con lo obvio... Hoy las cosas adultas suenan tremendamente siniestras. Es la vida; no tiene por qué sumirnos en una depresión.

Pero nos deprime, cada vez más. Van en aumento las dolencias de salud mental.

—Hoy que vivimos tiempos muy grises tirando a negros, veo que pertenezco a una generación privilegiada. Lo fue más la de mis padres, una generación de absoluto privilegio en Europa. Es la que inventa el pop, ¡no se puede inventar el pop con un sentido trágico de la vida! A alguien que ha estado en el frente ruso no le quedan ganas de montar los Beatles. Esto es lo que hemos mamado y eso es lo que nos ha infantilizado.

«En España la clase social se nota en la mesa», escribes. ¿Lo crees así?

—Sí. Ese pasaje está vinculado con el arranque de La España vacía. Presumimos de la mezcla de clases, y esa presunción nos ha llevado al engaño, a una convicción de que España no tiene clasismo, y sí lo tiene. Pero no se marca en el acento, se nota más en los modales en la mesa.

¿En España no es de mal gusto marcar postura de clase?

—Es de tan mal gusto que lo que mola es la campechanía, el noble malhablado que llega y dice: «¡Ostia, coño, joder!». Esto es impensable en un noble inglés.

—«La memoria es perversa», escribes. Pero suele decirse que es generosa, que se queda con lo bueno.

—Depende de muchas cosas. También tendemos a fustigarnos. La memoria es una ficción, y esto no es una boutade de novelista, sino que está bien estudiado por la neurología y por la psicología. Hay un libro que siempre recomiendo, El mito de la memoria reprimida, de Elizabeth Loftus, en que patenta un método para inducir recuerdos falsos a quien quieras. Con eso demuestra cómo son los mecanismos de la memoria, que todos los recuerdos en realidad son construcciones ficticias, ¡y de eso nos aprovechamos los escritores!

—Estás en la encrucijada entre el oficio del periodista y la imaginación del escritor. ¿Cómo combinas la atención al rigor de los hechos con la fabulación?

—Es que son combinables. La novela funciona con una combinación y un pacto de lectura que creo que el lector entiende muy bien. Yo tengo una visión maximalista, en la que digo que todo es ficción... Para mí fabular y recrear son lo mismo. Mi libro anterior, Un tal González, no es tan distinto a Los alemanes. El Felipe González del que hablo es una construcción literaria también. Como lo es cualquier perfil sobre Felipe González, el que lo escribe está haciendo su propio Felipe González. La narración es un punto de vista. Recrear un personaje real, que desmontas y vuelves a montar en la novela, es un trabajo muy parecido a fabular de cero. Y cuando tú estás metido en una historia no te estás cuestionando todo el rato como lector qué es real y qué no. Estás inmerso en la lectura y te da igual que sea una crónica que otra cosa.

—¿Qué papel desempeñan el periodismo y la literatura en un mundo de fakes, volubilidad mental, inteligencias artificiales, ultraderechas en auge y crisis sistémicas?

—Por un lado, juega el papel que siempre ha jugado, que es desarrollar la pulsión narrativa que tenemos los seres humanos por naturaleza. Somos animales que nos estamos contando historias todo el tiempo. En esta época, un tiempo gris oscuro, en el que hay tantas fuerzas que se empeñan en simplificar el mundo, y alimentarse de los miedos más tribales y ancestrales, y bandos inconciliables, el valor que tiene la literatura es el poder de hacerle a la gente ponerse en la piel de gentes y vidas que no viven, de comprender al otro. Ese es el gran valor que tiene la literatura. 

—Esa postura define una manera de ser escritor. Hay quien escribe para entretener y quien escribe con la intención de cambiar el mundo.

—La literatura es, fundamentalmente, la expresión individual de un autor. Subjetividad pura, aunque no tenga mucho que ver con lo que el escritor piensa.

—¿Estamos cada vez más en nuestra «zona de interés», indiferentes a lo que sucede fuera de nuestra burbuja?

—Yo no soy especialmente catastrofista con eso. Creo que la mirada que hay sobre la atomización, el aislamiento, la forma de relacionarnos a través de las redes sociales, y esto de que los adolescentes en lugar de quedar en la plaza queden en Minecraft, no me parece especialmente grave. Me parece que hablar contra eso son refunfuños de viejo. Empezamos a no entender el mundo algunos, porque nos hemos criado con otras coordenadas, pero esta es una constante. Cuando se descifra el significado de las cuevas de Altamira significa que estos jóvenes ya no cazan como antes. Era «Antes sí que íbamos a cazar mamuts y las cosas salían bien, y ahora estos jóvenes se pasan el día tallando puntas de sílex, qué atolondrados». Mucha parte de ese discurso, que siempre se ha repetido, tiene que ver con la frustración de no entender el mundo de los jóvenes. Lo que no deja de ser una constatación de que ya no somos jóvenes. 

—Hay un dolor supurante, de manera constante, en la novela, pero diría que le puede la ironía.

—Son expresiones de lo mismo. El humor y la ironía son la forma que tenemos de enfrentar el dolor, las cosas difíciles. Yo no reniego de ninguna forma de humor, ¡ni siquiera de las más brutas! Si no tuviéramos ese recurso, la vida sería en verdad insoportable. Una manera de llevar el dolor, sin anestesiarlo, sin negarlo, es a través del humor. He proyectado en todos estos personajes algo que es muy mío, una manera de entender la vida que se puede rastrear en todos mis libros. Es marca de la casa. Me gusta que hayas relacionado las dos cosas. Creo que vivimos una época con un exceso de solemnidad, no sé por qué el humor está desprestigiado y no se termina de entender la profundidad del humor, y la enorme necesidad que tenemos de él. Si no te ríes, si no sonríes, estás muerto. Sería incapaz de tener una intimidad con alguien que no tenga humor. Sería totalmente insportable, y veo que hay gente que no tiene el humor por ningún lado. Es una cosa que he descubierto con el tiempo.

—Tu obra, tu oficio, es una lucha por mantener a salvo la memoria.

—Bueno... Tampoco creas que me preocupa en exceso. Me pregunto qué parte del pasado sigue viva en nosotros. Estamos hechos de muchas cosas que no hemos vivido y que no llegamos a conocer nunca. Walter Benjamin dice que la historia es un ángel que va avanzando de espaldas, y que llora por la destrucción del pasado y porque no ve nunca el futuro... Nosotros somos ese ángel, que solo ve el paisaje de ruinas.