Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas. A saber qué quiso decir la extasiada Teresa de Ávila con estas palabras, pero quién iba a decir que un divertido, divino y superficial como Truman Capote, borracho, drogadicto, homosexual, un genio, según su propia definición, habría tirado del aforismo de una santa para titular su novela, esa en la que utilizaba todos los chismes que le contaron en la intimidad de las fiestas a las que acudía sin parar. Las fiestas, queridos, son mucho más proclives a las confidencias que el confesionario de una catedral. Los mismísimos obispos abren más sus almas entre bandejas donde bailan copas de Martini que arrodillados en el reclinatorio. De cómo abren sus carnes no sé nada, si lo hubiera sabido, lo contaría, como Capote. Sus amigas, esos cisnes neoyorquinos, ricos, sofisticados y en ocasiones depravados, no le perdonaron sus indiscreciones, pero seguro que él no se arrepintió, convencido como estaba de que el cotilleo es literatura o que la literatura se alimenta de cotilleo, no tengo muy claro el orden de la sentencia que también firmaría Jorge Herralde, el editor mítico de Anagrama. Al menos eso dijo sentada en mi librería la gran Marta Sanz, mujer menuda y enormemente divertida. Eso de que la cultura es aburrida es idea de diletantes y de Muñoz Molina, que se vistió el tuxedo y se convirtió en Tutankamón. Vale, escribe divinamente, pero he visto momias más joviales y menos encorsetadas, para mí que se le almidonó la chispa y la tiene guardada en el mismo armario que los trajes de gala. Quiso la casualidad que me leyera Plegarias atendidas por aquellos días que se cumplía el centenario de su nacimiento. Aunque fue publicando avances, la novela es póstuma e inconclusa, quizás por eso, porque está a medio hacer, me pareció que no llevaba muy bien el paso del tiempo, aunque tiene flashes tan brillantes que hacen justicia al escritor inolvidable que es. Dicen las crónicas que murió triste y solo, como si no fuera esa la única forma de morir. Sus últimas palabras, a su amiga Joanne Carson, reducen a cenizas toda la ambición del mundo: «Estoy muriendo. No llames al médico. Solo abrázame».