El calendario dice que es otoño, pero el cielo os regala esos azules tan esquivos en el oeste mientras el este se deshace bajo el agua. Hace calor y en el faro de C., al atardecer, cuento 72 coches y un autobús atascado. Hago una foto y me quejo. Un lamento inútil por la belleza asaltada. A pesar de los vehículos, la imagen resulta hermosa. Alguien responde a mi protesta con una batería de preguntas. ¿Es la belleza menos belleza por ser compartida? ¿Quién decide lo que es bello? ¿Responde la belleza a un canon? ¿Es cambiante o inmarcesible? ¿Es intuitiva o interpuesta? ¿Hay más belleza en un ocaso o en una sonrisa? El mensaje me recordó a una carta de Scott Fitzgerald a su mujer, Zelda. Le pregunta cosas como: ¿no se te cruza a veces por la cabeza la idea de que debes vivir al filo de la salud mental para crear lo mejor posible? o ¿la actividad desenfrenada produce a menudo una consecuente irritabilidad incluso en las personas sanas? ¿O es una persona enferma o sana más capaz de actuar dramática o lógicamente? Una batería de cuestiones que resultan como disparos por la carga de profundidad que llevan. Probablemente a Zelda, una mujer inteligente, creativa y con problemas mentales, le causó más inquietud que consuelo. A mí, que la leo con distancia, la misiva me parece para enmarcar. Casi nunca es posible dar respuestas, pero también es muy difícil hacer las preguntas adecuadas, las que abren cráteres que dan acceso al corazón de las cosas. A mi remitente le contesté que, lamentablemente, los transportes de locomoción, casi ninguno eléctrico, opacaban el rumor del océano y acallaban el runrún de los insectos. Además, una es egoísta con los lugares que ama por los que siente un absurdo sentimiento de propiedad. Una vez pasado el embudo, llegué al final del camino justo cuando el sol hacía su ceremonia de despedida en un mar extrañamente en calma. Sobre las rocas, decenas de personas la observaban en silencio. Me tomé ese silencio como una reverencia. Hay lugares que parecen sagrados y nosotros llegamos a ellos como convocados por los dioses. Pero qué fastidio lo de los coches.