Ante Marian Ochoa de Eribe, la maravillosa traductora de Mircea Cartarescu, se confesaba un lector de no más de veinte años en los momentos finales de la presentación de la novela Theodoros en la librería Follas Novas: «Ahora este señor caminará como una persona normal por Santiago y se cruzará con gente que no sabrá que camina al lado de un genio». El joven se rebelaba ante esta injusticia y ambos reían, divertidos. Marian recordará está charla para contárnosla más tarde.
Resulta difícil para los soldados de Cartarescu, como Juan Tallón bautizó a los que allí estábamos, que el pensamiento del chico no nos evoque al protagonista de Solenoide, ese doppelgänger del propio autor que vive en la piel de un escritor fracasado, entre el miedo y la esperanza, luchando contra el insomnio en las ruinas de la noche bucarestina, en «la ciudad más triste que se haya erigido jamás sobre la faz de la tierra».
Porque por más que nos sorprenda a su legión, Mircea se declara en la presentación como una persona normal, con gustos normales: vive con gatos a los que quiere, usa Netflix, juega a videojuegos. La conversación con Tallón es entre escritores: hablan de creatividad, de páginas rotas, de ideas guardadas cuarenta años en un cajón. Los escuchamos apiñados en cualquier lugar entre el suelo y el techo de la librería, nos divertimos, nos emocionamos. Pero en el público sobre todo respiramos el aire de la misma admiración, reconocemos en el de al lado nuestra mirada embobada.
Cuando termina la firma, ya en la calle y en distancias un poco más cortas, observo privilegiado cómo Mircea sigue pretendiendo ser un hombre corriente: se compra un paraguas, olvida algo en su hotel, se detiene con su mujer ante una tienda de suvenires. A la hora de la cena, su editor y amigo Enrique Redel me advierte sobre los gustos de Cartarescu: "no sugieras nada sofisticado". La cena es extraordinaria, lo que nos sirven también. Mientras el resto del petit comité opta por viño branco da casa, solo Mircea y yo acompañamos el pulpo á feira con una cerveza. La saboreo cómo nunca, me siento su cómplice. Esa noche me acuesto con la sensación de haber ido de boda: hemos esperado este día durante meses y ha pasado volando.
A la mañana siguiente, mientras acompaño temprano a mi general y a su grupo a visitar el Pórtico de la Gloria, sigo todavía sin creer, como el chico lector del principio, estar ante un hombre cualquiera. Por más que nos haya contado que no se siente escritor, que nunca sabe qué habrá en la siguiente página, que solo su subconsciente lo guía, yo sigo esperando que algún fan se acerque corriendo hacia la estrella del rock que tengo al lado. Sin embargo, seguimos siendo dos turistas anónimos recién salidos de la Catedral cuando se terminan mis días con Cartarescu. En la plaza de Praterías improviso un torpe agradecimiento final sobre el honor de recibirlo, el orgullo de la profesión y el vacío que deja su visita. Me sonríe y me regala algo bastante parecido a un abrazo, mientras me dice que le ha parecido maravilloso ver en la presentación a tanta gente joven que lee sus libros, y que estamos haciendo un gran trabajo.
Son más de las once de la mañana cuando enfilo la Rúa do Vilar en dirección a Follas Novas, ya llego un poco tarde. En el camino todavía tengo tiempo para pensar que, como en El ruletista, en ocasiones todo vuelve a donde ha comenzado. Y que tal vez el próximo gran genio que dé la literatura es ahora un joven que transita calles donde nadie lo reconoce, escribiendo su novela sin saberlo, guardando una idea cuarenta años en un cajón. Quizás incluso, dándole aún más sentido a nuestro oficio, ese joven camine entre los libros de una librería como en la que trabajo. Como una persona normal. Como Mircea Cartarescu caminando por Santiago.