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Jesús Terrés: «A veces hay que 'hacer un Bergareche' y entregarse a la aventura. Los mejores momentos de la vida casi nunca son cómodos»

FUGAS

cedida

«Es bueno airear las heridas, que les dé el aire, la sal del mar... Procurar no tener heridas emocionales es vivir en una taza de Mr. Wonderful», dice este mago de las cartas íntimas que invita a hacerle de vez en cuando «un Bergareche» a la rutina, en homenaje al inolvidable personaje de Los días perfectos

15 mar 2025 . Actualizado a las 11:45 h.

Es silencioso, pero expansivo en la conversación. Tan confidente como en las cartas que lanza en Vivir sin miedo a ese mar que es la vida íntima de cada lector Jesús Terrés, autor de la newsletter cultural más leída del país. Sus relatos son chupitos de amistad, bocados de memoria, de literatura y de esos momentos con encanto que esconde en la manga el día a día.

—¿Cómo aprendiste a vivir sin miedo o a acariciarlo y convivir con él?

—No se trata de vivir sin miedo, sino de acariciarlo. Me encanta el concepto.

­—¿Escribir quita el miedo a vivir?

—En el momento en que expresas con palabras, o sacas fuera, un conflicto interno, este es el primer pasito hacia la sanación.

­—«Vivir sin miedo» se presenta como un puñado de cartas para nadie. ¡Mentira! Son para decenas de miles de personas.

—No está de moda el género epistolar, pero me parece precioso escribir una carta. Sentarte, coger un folio y una pluma y escribirle una carta a alguien. Cartas a Milena de Kalka es una de esas obras maravillosas de este género. Cuando escribo, pongo una vela y lo hago con ese espíritu de escribir para alguien a quien quiero. Una lectora me dijo que para ella eran como cartas dentro de una botella que manda un náufrago.

­—La tuya en «Vivir sin miedo» es una intimidad dialogante, silenciosa, llena de ecos de personas amigas. ¿Cómo modelan tu escritura tus relaciones, tu pareja, Laura, un psiquiatra, los autores que vas leyendo y las lectoras que te siguen?

—Pretendo ser silencioso. No me gusta el ruido. Y me siento cada vez más permeable a las personas que me rodean (sean escritores, Laura o mi terapeuta). Esa permeabilidad a la gente que quiero y el mundo que me rodea la veo un pequeño triunfo.

—Algún escritor decía recientemente: «Los buenos amigos son los de siempre». Tú sacudes ese pensamiento.

—No sé quién es, pero estoy en desacuerdo. El concepto «amigos de siempre» me parece arcaico, puede rayar en lo tóxico. ¡Tú puedes querer muchísimo a alguien que has conocido hace un mes! Y el amigo de siempre igual te falla o sigue otro camino y no pasa nada... Valorar a los amigos como si fuese puntuar una película es ridículo.

—La amistad y el amor no son, entonces, cuestión de tiempo...

—No. Hay una cosa que decía Borges, y es que la amistad no necesita frecuencia, frente al amor romántico. En el amor y la amistad no hay reglas. Es absurdo ponérselas.

—«A tomar por culo los libros a medias, que sabes que no terminarás, y ni te cuento las personas [...] que no están para sumar?

—Los que andamos en estas edades (yo tengo 48), estamos cansados de la gente que te vampiriza. Es «ya no tengo tiempo». Con los libros pasa igual. Este es otro lugar común: «Un libro hay que terminarlo». Si la película me aburre, me levanto y me voy tranquilamente. ¿Por qué sufrir?

—«Todo lo que viene antes del 'pero' no importa», escribes. ¿Una máxima?

—En el pero hay miedo. Como en el «y si...».

—¿Ese «pero» es generacional, un escudo de nuestra generación ante el miedo a sufrir, a que nos hagan daño?

—Generacional y experiencial. No se ve el mundo igual con 20 años, que es todo fuego, energía y anhelo, que con 48, en que tienes las alertas entrenadas. Nosotros somos una generación bisagra, una generación muy cautelosa, con miedo a vivir.

—¿Qué sería de Jesús Terrés sin Laura?

—No habría libro, no habría vida, no habría aire. La conocí no hace mucho, en el 2016, con 40 años. La conocí en un momento en que estaba saliendo de una época muy mala, depresiva, muy oscura. Antes que quererla, la admiro. Laura está asociada en mi vida a un momento de búsqueda de la luz. Para mí el amor es el andamio de todo.

—No es sencillo encontrar ese amor. Pasamos del mito de la media naranja al poliamor con facilidad pasmosa.

—Es verdad. Con el amor pasa igual que con la gastronomía, con 20 años todo te va bien... No tienes resaca, te comes cinco hamburguesas, te pasas con el alcohol y te levantas como si nada, ¡ancha es Castilla! Con esta edad, ya no. A los 20 años vamos como cachorros buscando amor, ¿no? No hay molestias ni rarezas. Ahora sí...

—Como fan de «Los días perfectos», me gusta mucho el momento Bergareche del libro. ¿Qué es «hacer un Bergareche?

—Es un amigo al que aprecio y quiero, ¡y me debe una comida!, como protagonista del libro. Recuerdo que estaba leyendo Los días perfectos, se lo di a Laura. Su álter ego en el libro «critica» a su mujer por dejarse ir en una vida rutinaria, «ya no nos emborrachamos un martes», «no nos lanzamos al mar por frío»... Era febrero, no había nadie en el mar, la playa vacía. Laura dijo que nos bañásemos y no lo hice. Y pensé: «Me equivoqué». Y llamé a esto «hacer un Bergareche»: a entregarte, a meterte en el mar cuando no toca. Hacer un Bergareche es entregarte a la aventura. Los mejores momentos casi nunca son cómodos. Las aventuras no lo son... Te hacen pasar frío, o sueño. Si tu pareja te dice: «Vámonos mañana de viaje», hay que decir que sí.

—Nos invitas a elegir, cada día, entre desánimo y entusiasmo. Amigos y parejas deben ser cobijo en muchos momentos, pero si no hay chispa ni sorpresa, las relaciones se apagan, ¿no?

—Sí. La vida es elegir entre desánimo y entusiasmo. Hay días de desánimo, y no pasa nada. Tenemos derecho a acurrucarnos. Pero cuando recuerdas los mejores momentos del año son momentos de aventura: los de entusiasmo, aventura, ese viaje, aquella noche. El asombro se cuela en el entusiasmo. Si te dejas ir siempre en la rutina y la comodidad, no hay al final ni agudos ni graves. A veces la orquesta tiene que sonar, ¡sonar mucho!

—De vez en cuando hay que hacer un Maria Callas. Me decía una librera coruñesa sobre Sara Mesa que al escribir se enfoca ahí donde no hay luz, que abre ese cajón cerrado de nuestras vidas, donde da miedo mirar. Y en eso me hacen pensar tus palabras en una de tus cartas: «Ni un cajón sin abrir, ni una habitación sin ventanas, porque es imposible vivir si no ves. Y yo no veía...».

—Sí. Mi proceso terapéutico, que ha sido larguísimo, fue justamente eso, abrir cajones, abrir ventanas y dejar pasar la luz. No siempre llega la luz, pero hay que hacerlo. Si no, lo que hay dentro se apolilla, sale moho y hay un dolor que no deja de doler. Hacer terapia es mirar hacia dentro y cavar. 

—En este sentido, hay una literatura escapista, dada a la evasión, a distraernos de nuestras cosas, de nuestras realidades e intimidades, y otra que hace justo lo contrario, cavar hacia dentro de una intimidad, de un dolor, de un hecho, de una relación o una persona. Tu escritura es de este segundo tipo.

—Sí. Y puedes escoger unos días una cosa y otros otra, tanto en la literatura como en el cine. Hay días en que te apetece Bergman y otros días prefieres una comedia romántica. Reclamo mucho el derecho a la ambivalencia, a ser una persona contradictoria. Yo me reconozco más en ir siempre hacia dentro y cada vez más a lo pequeño. Me interesa cada vez más lo pequeño, lo cotidiano. Por supuesto que celebro los grandes viajes, pero es en lo cotidiano donde está la clave, la llave para la felicidad.

—Pero no una felicidad de flotador de unicornio en la piscina, sino una felicidad menos vistoso, con sus grises también...

—Sí. Hay una frase de la película Cinco lobitos, que a mí me gusta mucho. Se la dice la madre a ella, dice: «Éramos felices y no lo sabíamos».

—Creo que lo dice también Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes.

—Yo lucho mucho contra ese no saber. Se lo digo mucho a Laura: «Soy feliz y lo sé».

—Y en estas cartas de «Vivir sin miedo» se ve. Es una osadía atreverse a decir que uno es feliz. 

—Sí, es verdad, a ver si al decirlo, se va a gafar. Pero cuento tanto la felicidad y la alegría como la pena. No me quiero esconder. 

—Este libro puede leerse también como una oración, como un ejercicio de gratitud sutil hacia el padre y la madre. Son dos figuras poderosas aquí. Hace poco nos decía Jorge Fernández Díaz, al hilo de la publicación de la novela «El secreto de Marcial», que su padre seguía siendo un misterio para él. ¿Te interpela como un misterio la figura y la vida de tu padre?

—Mi vida, desde los 18 años, ha sido un poco la búsqueda para entenderlo. Y para entenderme. Tengo clarísimo que para entendernos tenemos que mirar hacia nuestros padres. Nuestra manera de ver el mundo tiene mucho de ellos, y de los que les preceden. A mí me es muy fácil expresarme con un amigo o con Laura, y, sin embargo, difícil con mi madre o con mi hermana. Las familias son complejas. De esto Sara Mesa habla y escribe muy bien. Es un ecosistema complejo en el que tenemos que entrar. Hay un concepto que me gusta mucho tanto en mi escritura como en lo que leo, que es desbrozar. La relación con las personas más cercanas veo que necesitan de desbrozar. Hay muchas palabras no dichas. A mí me interesa el autoconocimiento. Y es imposible conocerme sin mirar a mis padres. 

—Un padre puede ser una herida abierta. Así lo escribes en «Vivir sin miedo». Parece algo inevitable. Son bestiales las relaciones con los padres y con los hijos, difícil desbrozarlas.

—Al ser una herida abierta la relación con los padres, es bueno que le dé el aire... Es bueno airear las heridas. Es bueno que les dé el aire, la sal del mar. Procurar no tener estas heridas es vivir en una taza de Mr. Wonderful. El mundo real no es así, en él hay conflictos y deudas emocionales. Y es bueno exponerlas. No solucionarlas, qué vas a solucionar... Esto es un reto quizá demasiado ambicioso. El hecho de airear una herida, de poner un conflicto o un dolor sobre la mesa, a mí ya me parece un triunfo.