
Quien ideó la costumbre de ofrecer al peregrino un papel para dejar constancia viva de sus impresiones quizá no supo que había inventado un genial instrumento de análisis histórico. La tradición, que data de hace sólo unos cuantos decenios, permite sin embargo comprobar que el tiempo apenas afecta a la nobleza del espíritu jacobeo. La hospedería de San Giraldo de Aurillac, único refugio de caminantes en O Cebreiro hasta que en 1993 la Xunta creó el Xacobeo y construyó allí un albergue, guarda varios Libros de Asiento y Registro de Peregrinos, tesoros en los que se puede estudiar, por ejemplo, la biodiversidad de la Galicia de antaño: «Con mucho miedo de que me pillase el oso pasé por aquí el 18 de julio de 1971», escribió Carlos Arriba, de El Escorial, un año antes de que Emilio Hernando, de Burgos, confesara que la dureza de la ruta le había movido «a comprar un pollino» de apoyo. Fauna bípeda Eran otros tiempos, claro, pero también la fauna bípeda era diversa entonces (el 18 de agosto de 1971 un ceutí calificó su peregrinación de «Marcha Nacional», con sobrio recuerdo para la Organización de las Juventudes Españolas), aunque conceptos políticos, como el patriotismo espiritual, sólo se intuyeran de lejos: «Desde que saímos de Roncesvalles, Santiago estaba alá. No Cebreiro, Santiago xa está aquí», escribió otro en agosto del 71. Veintidós años después, la revitalización del Camino derivó en una notable mejora de las condiciones de vida de los peregrinos, que empiezan a mostrar cierta soltura poética: «Despois de come-lo queixo e o xamón, imos segui-lo camiño con máis ilusión», rotula «unha galega» el 2 de julio de 1993. Un día antes, un tal Enrique Bunbury firmó un verso demasiado sombrío e inexpugnable como para dudar de que su autoría corresponda de verdad al líder de Héroes del Silencio: «Y en tu ausencia las paredes / se pintarán de tristeza / y enjaularé mi corazón entre tus huesos». Toma ya. Hoy en día, el peregrino se muestra menos espiritual y más escueto: «Recuerdos a mis papis y a mis caballos», sentenció a principios de este mismo mes María Bufí, de Ibiza, a quien, quizá injustamente, suponemos más bien pocas carencias en el camino de la vida. Al menos, no tantas como las que aparentaba padecer, en un invierno de hace 35 años, un anónimo caminante castellano: «Llevo cinco kilómetros en Galicia y ya estoy hasta los cojones del frío, el agua, las ventiscas, las subidas, el acento de la gente, las boñigas de las vacas y, sobre todo, de la palabra carallo».