
Un repaso al año en el que Gayoso no amenizaba el Fin de Año y viajábamos los cinco de familia en utilitario Los recuerdos de un periodista que en 1980 tenía sólo quince años.
07 dic 2005 . Actualizado a las 06:00 h.Los recuerdos que tengo de aquel diciembre de 1980 permanecen muy vivos en mi cabeza, quizás por la enorme ilusión, coloreada de cierta ingenuidad, con la que a los quince años de entonces se disfrutaban las cosas. Para un adolescente gallego de la época, residente en el medio urbano y ubicado en la llamada clase media , la vida discurría de una forma muy sencilla, sobre todo si la comparamos con la de sus colegas actuales, tan ocupados con sus SMS, la Play2, el botellón , el sexo opuesto con intenciones nada platónicas y las últimas tendencias de la moda, pero no por ello menos satisfactoria. Al menos así lo veo ahora, aunque no descarto que en estos flashes del pasado haya apagones emocionales como aquellos otros que Fenosa, una empresa gallega en la que un coruñés de toda la vida podía encontrar trabajo fácilmente, provocaba en el suministro eléctrico a todas horas y que llenaban las páginas de los periódicos con anuncios siempre encabezados así: «Rogamos disculpen...». A pesar de los cortes de luz, que no siempre eran anunciados, la memoria me lleva a una época en la que se atisbaba un gran salto en la calidad de vida, aunque las estructuras sociales todavía se mantuviesen en la línea de décadas anteriores, es decir, a un tiempo en el que el consumo despega pero todavía está mal visto, en el que se compran objetos de lujo (las marcas inician su gran apogeo; es un tiempo en que Adidas y Nike inician su gran guerra comercial) más para deslumbrar al vecino que para disfrutar de ellos, en el que el trabajo bien hecho, por encima de la ganancia económica, es todavía un valor en alza, en el que la mujer se incorpora de forma masiva al mercado laboral pero mantiene su mentalidad clásica, casarse y tener hijos... En todo caso, 1980 es el año de mis primeras vacaciones en Benidorm, que entonces no tenía ese estigma de lugar hortera de la actualidad y donde con el rabillo del ojo mirabas a las alemanas (y a más de una española) en topless, después de cruzar España (tres días de viaje durmiendo en hotelitos baratos, los paquetes avión-hotel eran un sueño para ricos) los cinco de familia metidos en un Renault 8 que comenzaba a estar en capilla por culpa del gran tótem automovilístico de la época, el R 18, una berlina media a años luz de lo que un ciudadano corriente podía disfrutar muy poco tiempo antes. El Coche del Año El Coche del Año fue el Lancia Delta, pero eso no quiere decir que pudiese comprarse con un sueldo normal. Como sucede actualmente con el laureado Toyota Prius, un híbrido electricidad-gasolina, muy ecológico, pero que pasa de los cuatro millones de pesetas. Claro que, hoy en día, los créditos al 4,5% y el orden de valores han cambiado tanto la mentalidad de la venta a plazos que, después de la hipoteca de la vivienda, no es raro que el 20 o el 30% de un sueldo vaya destinado a la compra de un coche de altas prestaciones. Es lo que Vicente Verdú llama en su último libro, Yo y tú, objetos de lujo, la sociedad de «la fiesta sin fin». El televisor en color, aquel famoso Philips K11 que valía 120.000 pesetas para ver los viernes el Un, dos tres y los sábados por la tarde Hawaii 5-0 , el CSI de la época, o aquel programa de fin de año presentado por Mari Cruz Soriano (Gayoso todavía no nos deleitaba en una inexistente TVG); y una sobria cocina de madera y mármol que sustituía a la convencional de formica son algunos de los cambios que recuerdo de esa época, en la que la vida cotidiana de un chaval de quince años seguía girando en torno a la denominada familia nuclear en un país donde no existía el divorcio (recuerdo como algo exótico a un compañero de clase con padres separados y, si me hubiesen hablado de unos que no estaban casados o, yendo más de allá, de hogares homosexuales, hubiese pensado que estaba en Marte), el colegio y algunos amigos con los que el domingo por la tarde iba al fútbol a ver un Dépor-Celta de Segunda División B en un vetusto estadio de Riazor, medio derruido por las obras de acondicionamiento para el Mundial 82, a las salas de recreativos donde arrasaban las primeras máquinas de marcianitos en las que siempre era otro el que conseguía el récord de puntos y, de vez en cuando, a los guateques sin bebidas alcohólicas que nos dejaban organizar en una sala del colegio, para bailar agarrado la Escalera al cielo de Led Zeppelin (había una versión de más de diez minutos que era un chollo) con un cura entrando y saliendo cada diez minutos por si las moscas. Eso sí, siempre con el permiso de los padres, perfectamente al tanto de con quién ibas, quiénes eran las chicas que iban a estar en la fiesta, y con hora de vuelta: a las nueve en casa. Los porros, la única droga Los dos únicos pubs que funcionaban entonces en La Coruña (así la llamaba todo el mundo, aunque Paco Vázquez todavía no había entrado en el Ayuntamiento), el Filloa y el Tranvía, eran para nosotros lugares reservados a adultos en los que no soñábamos ni entrar. Los porros, la única droga de la que habíamos oído hablar, nos quedaban aún un poco lejos. Y aunque fuéramos muy atrevidos, con la paga de doscientas pesetas (el precio de la entrada en el cine) tampoco estaba la cosa para esos lujos. Las consumiciones alcohólicas esporádicas se reducían a una jarra de cerveza en A Roda , acompañando a una tapa de tortilla, y cuando teníamos más dinero de lo habitual (un cumpleaños o algo así) a un par de lingotazos en el Tumbadiós, una tasca que servía unos brebajes intragables de los que tuve el recuerdo durante mucho tiempo en un pantalón blanco. Cambio, palabra mágica Con todo, 1980 puede marcarse como una época en la que la palabra mágica de nuestros días, cambio, comenzaba a cobrar parte de la dimensión actual. La obsesión por cambiar de casa, de coche, de aspecto, no tenía los tintes de neurosis que ha adquirido en la actualidad, pero iba por el buen camino, hacia el superindividualismo de los años noventa, en los que los productos basura, las copias pirata y la aparente vaciedad de la juventud tomaron las riendas. Un día cualquiera de diciembre de 1980 podía comenzar a las ocho de la mañana con la orden tajante de mi madre, que entraba en la habitación, compartida con un hermano (nada de un cuarto para mí solo), de que me levantase de la cama, me tomase el desayuno (pan con mantequilla o mermelada, nada de krispies o similares, con un vaso de cola-cao) y me marchase al colegio. Todos íbamos por nuestra cuenta, no había mamás de peluquería y a bordo de un todoterreno a la puerta. Te despachaban sin contemplaciones ni palabras bonitas, que ellos ya tenían bastante con lo suyo, trabajo a jornada partida con un descanso para comer en casa: el colegio era tu gran obligación, un suspenso una gran bronca en casa y la amenaza de una terrible pasantía (la conocida como la Checa era la más temida) donde te apretaban las tuercas; y los padres, dos individuos adultos y circunspectos a los que no se cuestionaba, por lo menos a la cara. Te daban veinte pesetas para el autobús urbano y salías pitando para la parada donde ya te esperaban un par de compañeros. Si ese día estrenabas una cazadora Graham Hill, la prenda de moda entre los chavales de mi época, que en realidad no era más que una chaqueta de plástico con cremallera, pero que te daba un aire muy moderno si la combinabas con unas camperas de Valverde del Camino llegabas un poco más contento al encuentro de todos los días. Escondiendo el Ducados Las camperas, además, iban muy bien para esconder ese paquete de Ducados que guardábamos como un tesoro y cuya posesión, a falta de otras cosas, marcaba una frontera entre la niñez y la edad adulta en la que queríamos entrar a toda prisa. Y es que el kit de un adolescente de 1980 era sencillo: un reloj digital en el que se podía jugar a los marcianos, un mechero Zippo, una calculadora Casio regalo de Reyes y los más frikis (entonces conocidos como bichos raros ) un cubo de Rubik. El otro símbolo externo de esa gran madurez que queríamos mostrar eran las conversaciones sobre política que manteníamos en el autobús. Todos éramos de izquierdas y nacionalistas, en teoría futuros votantes de ese Bloque Nacional Popular Galego que canalizaba perfectamente nuestra rebeldía antisistema que ya por entonces nos veíamos obligados a asumir. En 1980 la sociedad gallega todavía creía en la realización de utopías, lejos del descreimiento, cinismo y superficialidad actual, que algunos sociólogos defienden como la transición hacia una nueva época marcada por la emotividad y el humanitarismo, tras el hastío de perseguir la acumulación de objetos y apariencias. Claro que con bastante frecuencia nos tomábamos un descanso en ese discurso antisistema para contemplar, extasiados, una revista de baloncesto donde mostraban imágenes de la NBA, y hablábamos de Larry Bird como hoy lo pueden hacer los chavales de Beckham o Ronaldinho. Las otras revistas las leíamos en lugares menos públicos. En el colegio, firmes Pero esa rebeldía se enfriaba tan pronto cruzábamos el umbral del colegio, donde los horarios seguían marcándose a golpe de sirena como había sucedido en la mañana de otro mes de diciembre, pero de 1973, cuando ETA asesinó a Carrero Blanco y yo, un niño casi sin uso de razón, había visto a los curas llorar por los pasillos. Los mismos curas que nos hablaban a todas horas de que tu futuro pasaba por conocer a una buena chica, casarte y tener hijos, aunque alguno más progre, siempre mal visto por el resto, organizaba sesiones de diapositivas de educación sexual que no nos contaban nada nuevo pero que valían para echarse unas risas. De nueve de la mañana a cinco y media de la tarde, con media hora de recreo y otra hora para ir a comer a casa, pasábamos el día metidos en el colegio bajo una férrea disciplina que intentábamos burlar a base de ingenuidades: una pequeña escapada a un bar cercano para tomar un bocata de tortilla y fumar un pitillo, con la música de Dire Straits de fondo, mientras jugábamos una partida al futbolín baun esprint durante el recreo para tontear diez minutos con las del Instituto Femenino, y así... El resto de la tarde no reservaba nada especial: la merienda en casa, un bocadillo de queso o chorizo mientras veías Las aventuras de Guillermo, una serie británica que llenaba los vacíos de la producción nacional de series; la obligación paterna de estudiar un par de horas, la cena y a la cama. Durante la semana, nada de televisión por la noche, como mucho escuchar música en tu habitación (The Wall, de Pink Floyd o el último disco de AC/DC, Back in Black con el que flipaba) aunque la oferta catódica, Grandes relatos en la primera cadena, y Vivan los novios en la segunda tampoco era para echar cohetes.