Tres mujeres brasileñas que trabajan en un piso de A Coruña exponen sus razones y desmontan algunos mitos
05 abr 2009 . Actualizado a las 02:00 h.Estamos en un viejo piso del centro de A Coruña. Ni dentro ni fuera se aprecia signo alguno de que allí se prostituyan cinco chicas. La discreción es la regla número uno y la número dos. María, Pamela y Talita, tres brasileñas con trayectorias diferentes en el ambiente, se aprestan a charlar un rato sobre sus vidas. Las tres tienen veintitantos, dicen que lo dejarán y que sabían a lo que vinieron a España. Y las tres cabecean afirmativamente cuando Talita, la más veterana, afirma con un castellano aún difícil: «No digo que no las haya, pero yo nunca conocí a ninguna chica que se prostituyera sin querer hacerlo». María se arregla las uñas mientras cuenta su vida. Lleva poco más de un año en España, casi siempre en Galicia, con breves excursiones a Barcelona y a la Costa del Sol. Vino de Brasil a prostituirse. Pidió dinero, aunque no todo y se enroló en varios clubes. Pero pronto las cosas cambiaron: «Me enamoré», cuenta. Los dos decidieron que dejara aquel mundo y se casaron para que ella tuviera papeles y encontrara trabajo: «Me pagaban 600 euros por un empleo de camarera trabajando diez horas». El contrato, claro, no era de diez horas y entonces surge la pregunta del millón: ¿Quién es realmente el explotador? A María, el sueño se le escapó entre los dedos casi antes de poder saborearlo. La familia, los celos... Aquello se acabó y ella decidió dejar los clubes. Ahora pasa las tardes en el piso esperando que suene el móvil y que las cosas mejoren. Talita todavía conserva a su marido («Yo me casé por amor, ¿eh? Cuidadito»), aunque no ha sido capaz o no ha querido salir de la rueda: «Mi marido no sabe que me prostituyo por las tardes». -No me lo creo. -Es verdad. Tengo otro trabajo por la mañana y vengo aquí por la tarde. No soy la única. Muchas chicas que se casan ven que no pueden ayudar a sus familias, que la persona con la que viven no las puede ayudar financieramente y... tienen que seguir. A ellos no les gusta, pero si hay que contar una mentirijilla, se cuenta y ya está. Vacas flacas ¿Y Pamela? Pamela no está. Apareció la última y se fue la primera. Su móvil es el que más suena de los que están depositados en un cestito rojo. El resto apenas nos interrumpe durante la larga conversación. «Esto ha bajado muchísimo», dice María, que vino de Brasil persiguiendo sueños millonarios de otras chicas que regresaban forradas tras cuatro o cinco años en España y se ha encontrado de bruces con una realidad bien distinta. «Hace unos años había meses de cinco mil quinientos euros», recuerda Talita. Ahora, dos mil quinientos es un mes estupendo. Podía ser más, claro, pero la mitad es para el dueño del piso: «Tiene muchos gastos: la electricidad, el gas, los anuncios...», justifica María. Hay cosas que no cambian. Las tres están contentas, dicen, del lugar donde trabajan. Hay compañerismo, amistad, nada de malos rollos. Todas menos Pamela viven en sus casas y allí van cuando quieren. «Los pisos con jaleo son los que tienen a mucha gente», añaden. En este, el condón es obligatorio y, al que no le guste, se va. «Eso solo lo piden los señores que vienen del monte», dice María, que casi nunca se ríe. «O alguno que te dice que a él no le importa y yo le pregunto, ¿pero no te das cuenta de que si yo follo contigo, follo con veinte?». De la operación contra los pisos de A Coruña se han enterado, pero no mucho. No han visto las fotos de la habitación donde dormían las chicas, con seis literas apiladas en un pequeño espacio, pero no se inmutan cuando se lo explico: «Yo he dormido en sitios peores -dice Talita- y he pasado mucho frío. Cuando no estás en tu casa, ya sabes que no estás en tu casa y lo que no vas a hacer es dormir en la habitación en la que trabajas. Eso no me impresiona. Lo malo es cuando no hay higiene, que falta papel, que falta un condón». 40 euros de amor Otro mito que se desmonta durante la conversación son las multas que reciben las chicas cuando se entretienen de más con un cliente, por ejemplo. «Es normal», explica Pamela, de nuevo en la conversación, «tiene que haber unas reglas. Si una está diez minutos más con el cliente, cuando vuelva querrá estar de nuevo con ella y así perjudica a las demás». En este piso, explican, el tiempo se mide en espacios de 20 minutos y 40 euros. Ni más ni menos. «En los clubes se gana más dinero, pero también se trabaja mucho más». Lo dice María y la certifican sus compañeras: «Es más duro; hay que hablar con todos, tomar copas... Aquí estamos mejor». Cuentan como el cliente está 20 minutos la primera vez, pero, a medida que coge confianza, prolonga la estancia. «Primero son cuarenta, luego ochenta, después ciento veinte...». Talita sonríe evocando el poder de seducción que ejercen. Y a ellas, que son brasileñas, ¿les sorprende la moralidad sobre el sexo que se encontraron en Galicia? «A veces me quedo impresionada con la actitud de las españolas que van por la calle. Y escucho cosas que me llevan a pensar que ellas no cobran, pero hacen más cosas que nosotras». Y María se ríe. Por fin. Es la primera vez en casi dos horas. A lo mejor, no son tan felices como dicen.