Las casas de los antiguos colonos que habitaron la isla, hoy parque nacional, son un testimonio único de su modo de vida, pero precisan una intervención urgente
16 ago 2010 . Actualizado a las 11:41 h.Contempladas desde el mar, las casas de piedra de la antigua aldea de Sálvora parecen surgir de la roca, abriéndose paso entre la vegetación, pero sin llegar nunca a sobrepasar la línea del horizonte. Desde el mar es difícil saber lo que pensó el último colono en abandonar la isla, a comienzos de la década de los setenta, entregando al abandono un enclave en el que llegaron a vivir 25 familias. La tierra, tan trabajosamente labrada, volvió a ser yerma, y las viviendas quedaron sepultadas en vegetación y olvido.
El carácter privado de la isla, que vedaba la visita más allá de la playa y el faro, propició que la aldea quedase encerrada en sí misma y que el tiempo se paralizase en su interior. La incorporación de Sálvora al parque nacional de las Illas Atlánticas ha puesto en marcha un proceso de redescubrimiento en el que el enclave de los colonos ha sido una de las mayores sorpresas. La limpieza de la zona ha devuelto al presente la aldea y ha sacado a la luz una forma de vida que pareció congelarse cuando quedó deshabitada.
Con su disposición en «U» para protegerse del norte y los vientos, lo que queda de la aldea es un testimonio único de una tipología arquitectónica de la que escasean ejemplos. La limpieza del camino que conduce desde la antigua salazón al asentamiento reveló no solo los muros que lo delimitaban, sino un lavadero cuya recuperación se vio interrumpida cuando el personal del parque comprobó que en él se estaban reproduciendo anfibios: en Sálvora se trabaja con un criterio primordial de conservación natural que afecta a los demás trabajos. Además, se localizaron hórreos y otras dependencias auxiliares de la aldea.
Además de la propia arquitectura popular de las casas, su interior cobija un tesoro etnográfico e histórico. Algunas transmiten la impresión de que sus inquilinos no quisieron cargar con demasiados enseres y los dejaron atrás, probablemente sin darse cuenta de que ahora podrían exponerse como un museo. Camas y sillas conviven con hileras de polvorientas -y vacías- botellas de vino quinado y anís, junto a lareiras y fregaderos y fresqueras de granito. La casa a la que alguien un día se le ocurrió bautizar como «fábrica de la luz» guarda los herrumbrosos generadores en los que aún se leen las letras en relieve de sus fabricantes: «HMP Riveira» y la vasca Onena, fundada por José María Lasa. En un galpón colindante el orín corroe el chasis del tractor cuyo motor se encendía para reforzar la producción eléctrica.
Patrimonio amenazado
Pero este patrimonio está amenazado. Varias cubiertas hundidas y otras a punto de ceder son la evidencia de que la aldea precisa una intervención urgente. El director del parque, José Antonio Fernández Bouzas, aspira a restaurar techumbres, consolidar muros y reponer ventanas para frenar el deterioro. Luego, poco a poco, rehabilitar algunas de las casas para incluirlas en las visitas a la aldea, a la que ahora solo se puede acceder con guía. Pero para eso hace falta financiación y no consta que haya partida alguna comprometida. A punto de concluir la reforma de la antigua salazón, la aldea espera su turno.