La falta de liderazgo político parece un mal endémico de Vigo. Manoel Soto tiró de tránsfugas para gobernar; Carlos Príncipe fue rehén de nacionalistas que le dieron el bastón de mando sin ser candidato; a Manuel Pérez lo defenestró su propio partido, pese a que había logrado la única mayoría absoluta; Lois Castrillo se empecinó con unas recalificaciones urbanísticas que casaban mal con el ideario del Bloque; el independiente Ventura Pérez Mariño duró seis meses en el cargo; Corina Porro fue alcaldesa accidental, tras saltar el bipartito por los aires, con 11 de 27 concejales de la corporación; y Abel Caballero se mantiene con los votos prestados del BNG y un mensaje localista tan demagógico que, hoy por hoy, aísla a Vigo y le impide tener influencia más allá del puente de Rande.
Y las cosas van a peor. El socialista empieza a tener problemas en su propia casa. Cada vez parece más lejos de comportarse como la mujer del César y se ha convertido en sospechoso habitual. Cuando no incumple acuerdos plenarios tiene que someterse a comisiones de investigación por presuntos tráficos de influencia en el área de Urbanismo y corruptelas en las oposiciones del Concello. Su gobierno conocía los casos, pero no actuó hasta que los destapó La Voz.