Uno de los fenómenos más llamativos y, desde la perspectiva de hoy, casi incomprensibles de las décadas españolas en que todo era sólido (por utilizar la expresión de Muñoz Molina) fue la proliferación de grandes equipamientos públicos para actividades de servicios culturales, comerciales o de otro tipo. Por todas partes emergieron enormes edificios dirigidos a esos fines, que, por cierto, si comenzaron originando interesantísimas arquitecturas, pronto fueron dominadas por el patético deseo de tener un Calatrava. En realidad, había importantes razones para poner en marcha esos equipamientos, pues su ausencia casi total en 1990 era un lastre para un país que se pretendía desarrollado; además, pensemos que, por ejemplo, sin auditorios importantes difícilmente contaríamos hoy con dos grandes orquestas en Galicia y una cierta cultura musical. El problema fue de desmesura y falta de cálculo.
Todo eso fue consecuencia de tres fenómenos interrelacionados. El primero es lo que se suele llamar efecto Guggenheim, es decir, la construcción de un gran foco de atracción (en este caso una gran franquicia cultural) para transformar un tejido económico y urbanístico degenerado, dando lugar a una nueva ciudad de servicios; algo que funcionó maravillosamente en Bilbao? y probablemente en ningún otro lugar. El segundo es el «efecto de competencia entre gobiernos subcentrales»: o sea, si en ese municipio hay tal recinto ferial, o tal auditorio, ¿por qué no lo va a haber en el mío? Siempre se ha considerado con buenas razones que la competencia entre unidades locales o regionales puede ser muy conveniente para los ciudadanos, por impulsar mejoras en la calidad de los servicios públicos; ahora sin embargo se ha demostrado que también puede ocurrir lo contrario. La tercera explicación es la más obvia: el «efecto de riqueza», esto es, el habernos creído más ricos de lo que éramos, y -aspecto importante- haber contado con fondos europeos muy cuantiosos en busca de destino. ¿Y ahora? Pues ahora toca luchar contra el «efecto herrumbre». Pero los equipamientos los tenemos, y la sociedad de servicios la necesitamos. ¿No sería un buen momento para echarle creatividad y aprovecharlo en una apuesta real, y no retórica, por el famoso «nuevo modelo productivo»?