Cuando alguien piensa, como es el caso del profesor Domingo Neira, que en la homosexualidad «alguna alteración tiene que haber», es porque parte de la idea de que existe una sexualidad natural y el resto son desviaciones. En el caso que nos ocupa, como no hay ninguna evidencia de determinismos biológicos de la homosexualidad, la desviación se hace equivalente al vicio.
El señor Neira es dueño de sus opiniones personales, pero la transmisión en un aula, aun defendiendo la versión más amplia de la libertad de cátedra, tiene sus limitaciones. Como el profesor Neira menciona, la homosexualidad dejó de ser considerada una patología psíquica por la Organización Mundial de la Salud en el año 1990. Sin embargo, este no es el principal argumento para criticar las declaraciones de Domingo Neira, ya que, de seguirlo, tendríamos que decir que su opinión sería rigurosa hace 23 años, y no parece el caso.
Lo que parece resultar difícil de admitir, no solo al señor Neira, es que la sexualidad humana, al contrario que en el mundo animal, no es nada natural. Es decir, no la determinan ni la biología, ni la necesidad de procreación, ni los instintos. La determinan las identificaciones, así como el modo en que cada uno se encontró con la sexualidad y la marca que esto le dejó. Por eso todos, retomando las palabras del profesor Neira, seamos homosexuales o heterosexuales, tenemos nuestro vicio particular. En este sentido, también la conducta heterosexual es desviada y, como la homosexual, pasa por condiciones: no hay sexualidad tipo.
Por eso, cuando decimos de un hombre o de una mujer que no es nuestro tipo, lo que estamos diciendo es que no cumple el criterio, no tiene el rasgo, que satisface nuestra desviación particular. Y cuando decimos que una condición o escena erótica nos excita, queremos decir que cumple el criterio de nuestro vicio sexual. Los llamados normales sueñan o fantasean con aquello que los perversos realizan. De ahí el éxito de obras como Cincuenta sombras de Grey. Reconciliarnos con nuestro vicio particular es la principal garantía para tolerar el modo de goce ajeno.