En Santiago, hay más quejas por el escaso gasto que por la masificación
14 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.Primera quincena de agosto. Sol y calor por las calles de Santiago. Mediodía. Peregrinos y turistas para parar un tren. «Mucha gente, la verdad», admite Rosa, una mujer de 58 años que vende recuerdos en un puesto callejero en Xoán XXIII. La señora se queja un poco de las ventas. Dice que hay mucha gente pero poco gasto y agradece a los portugueses que sean tan religiosos y que lleven recuerdos para toda la familia. «En este puesto ya estaba mi madre y entonces se vendía más. Ahora hay mucha tienda de souvenirs y eso se nota». La señora no puede acabar de reflexionar sobre el mercado del recuerdo porque una pareja de Elche le compra un bastón de peregrina a su hija. Nueve euros.
-Algo sí que se vende, ¿no?
«Hombre, es que si no, no estaríamos aquí», responde la señora, que admite que, no sin apuros, el trabajo veraniego en el pequeño puesto le reporta los fondos suficientes para resistir el resto del año. Ella y las otras cuatro personas que viven a su cargo. Así que es razonable que la señora se extrañe de quienes reniegan del turismo: «No sé por qué. Aquí no hay vandalismo ni cosas de esas. Aquí viene mucha gente, pero no me importaba que vinieran más. A mí no me estorban».
Por la rúa de San Francisco aún se va tirando y la praza do Obradoiro se ve capaz de albergar a bastante más gente de la que pasea por allí. De vez en cuando aterriza a gritos algún grupo nuevo celebrando su llegada al final del Camino. Es emocionante cuando se ve una vez; o dos. Pero tan seguido pierde gracia: «Se termina un poco cansado de todo esto -admite un taxista-. Pero para el negocio es muy bueno, claro. Aunque también es cierto que hay mucho turismo barato». El hombre querría decir algo más, pero enseguida llena el taxi de gente y se tiene que ir.
Un decorado
No lejos de allí encuentro otra voz crítica: una joven que da a probar tarta de Santiago con denominación de origen: «Esto está masificado y, si no se controla, vamos a morir de éxito». Refiere unas recientes vacaciones en San Sebastián: «Era terrible porque los apartamentos donde yo estaba eran todos turísticos. Están echando a la gente del centro, que va a acabar siendo un decorado». La chica me pregunta mi opinión, como pidiendo apoyo. Pero yo no opino, así que continúa: «Yo también vivo del turismo pero creo que si buscamos la excelencia no vale todo».
En una jornada como esta, caminando por la almendra de Santiago, no es difícil encontrar opiniones de turistas un poco molestos por la masificación. Pero los turistas verdaderos ya saben que eso es lo que toca en estas ciudades y en estas fechas: «A mí siempre se me despierta algo espiritual cuando visito Santiago -comenta Alberto, un turista catalán de 67 años-, pero tanta gente me agobia un poquito». Viaja con su mujer y otra pareja: «Pero esto pasa en cualquier sitio del mundo», señala su compañero: «Además, si repartes a toda esta gente por Santiago, no es tanto. Lo que pasa es que estamos todos en el mismo sitio».
«Esto parece el Vaticano», dice un peruano frente a los 45 minutos de cola para entrar en la catedral No le falta razón al turista catalán. Por la Praza da Quintana serpentea buscando las sombras una cola de 45 minutos. Tres cuartos de hora para entrar a la catedral: «Esto parece el Vaticano», dice un turista peruano. «Aquí no va a pasar lo de Barcelona y Mallorca. Este es un turismo cultural y la gente se comporta de otra manera». Es la opinión de Mari Cruz, una vasca de 57 años residente en Madrid que está con su familia pasando unos días en Sanabria y desde allí han hecho un viaje de casi tres horas para visitar Santiago. Así que ella sí que se queda en la cola: «Yo me acuerdo de visitar la Alhambra sin problemas y ahora, si no sacas cita por Internet, no puedes entrar. Aquí tal vez tendrían que empezar también a tomar alguna medida».
No lejos de allí, José, un camarero de 47 años, opina que no todo el monte es orégano: «Sí, hay muchos turistas, pero sin un chavo». Para él sería mejor menos gente y algo más dispuesta a gastar: «Además, quieren comer todos a la misma hora y, claro, no se puede». Pero José no cree que sean demasiados. Cuantos más visitantes haya, más posibilidades de negocio. «Algunos sí que gastan», opina otro hostelero a la puerta de un restaurante en la rúa do Franco: «Le hablo de 300 o 400 euros para dos personas y una propina de 50». Se llama Ramón y tiene 50 años, la mayoría en la hostelería: «¿Turistas? Cuantos más, mejor. Yo lo veo muy bien. España vive de eso. Y como vecino de Santiago tampoco tengo queja».
«A mí tampoco me resulta incómodo», dice Patricia, una joven que pasa sus apurillos para guiar un carrito de la compra entre el gentío que ya llena la rúa do Franco. «Bueno, tal vez un poco a la hora de caminar por el centro, pero también da gusto ver la ciudad así», opina. Un poco más allá, en la Alameda, dos jubilados que matan la mañana en un banco apoyan la tesis: «Me indigna lo que está pasando por ahí», afirma Ramiro, de 78 años, sobre los ataques al turismo que se han vivido en las últimas semanas. «Y de incomodidades, nada». El hombre, que tiene una hija viviendo en Roma, explica que allí sí que hay turistas y los problemas que tienen con los servicios: «Hay auténticas islas de basura alrededor de los contenedores. Aquí no pasa eso. Se vive muy bien». Regreso a la almendra. Es ya la hora de comer. Intento pulsar la opinión de otros hosteleros, pero ya no puedo. Están todos muy ocupados. Seguro que nadie piensa que tiene demasiados clientes.