Discurso íntegro del presidente y editor de La Voz de Galicia
24 nov 2017 . Actualizado a las 00:59 h.No podíamos haber elegido un momento más significativo, simbólico e histórico para celebrar la entrega del Premio Fernández Latorre que este año llega a su edición número cincuenta y nueve.
Es significativo porque pocos momentos como este que estamos viviendo en España pueden dejar una huella más profunda en nuestra vida colectiva.
Es simbólico porque no hay mejor honor que homenajear a quien presidió nada menos que la institución que se sitúa en la cúspide de la salvaguarda de nuestra democracia.
Y es histórico porque los acontecimientos que se están sucediendo marcarán definitivamente el rumbo de nuestro país. Yo confío con todos ustedes en que será para mejor, aunque sé muy bien que no será una tarea fácil, ni sencilla, ni indolora.
Tengo esa confianza porque, después de muchos meses de zozobra y debilitamiento, hemos podido ver en nuestras instituciones los primeros atisbos de firmeza en la defensa de los valores que hacen prevalecer los conceptos irrenunciables de unidad, solidaridad y legalidad.
Esas tres palabras deberían permanecer indelebles en el corazón de todos los españoles, nazcan donde nazcan. Y figurar relucientes en el frontispicio del Tribunal Constitucional. Porque, en el fondo, defender estos conceptos es su misión fundamental cuando interpreta el texto supremo que rige nuestra vida ciudadana. Preservar la unidad, fomentar la solidaridad y hacer prevalecer la ley.
Nosotros, los gallegos, que participamos hasta por carácter de los tres principios, sentimos una vinculación muy estrecha con esta institución. Y un orgullo muy especial por tener hoy con nosotros a la primera mujer que la presidió.
María Emilia Casas Baamonde, gallega de Monforte, ha dicho en nuestro periódico que Galicia es todo su mundo. Su formación, sus recuerdos, su familia. Lo dice quien en su infancia y su juventud tuvo como referencia entrañable su tierra, pero vivió en muchos lugares de España, porque se vio obligada a cambiar frecuentemente de residencia siguiendo los destinos de su padre. Gallega y española. No hay ningún conflicto en ello, sino todo lo contrario.
Como tantos gallegos, sabe, pues, qué es lo que define nuestra singularidad. Y también qué nos hace semejantes a los demás.
Siguiendo la estela de grandes hijos de esta tierra, María Emilia Casas ha sido también pionera. Fue la primera catedrática de Derecho del Trabajo en España, la magistrada más joven del Tribunal Constitucional, y hasta ahora la única mujer que lo ha presidido. Ha roto muchos techos de cristal. Y ha contribuido con su carrera a consolidar espacios de igualdad, de reconocimiento y de respeto social.
Durante su presidencia, el tribunal avaló la Ley Integral contra la Violencia de Género y participó en fallos históricos, como el que declaró inconstitucionales los excesos contenidos en el último Estatuto de Autonomía de Cataluña.
Gracias, Emilia. Gracias por tu altura de miras, tu visión de la armonía social que debe imperar en un Estado de derecho y tu determinación para hacer que las leyes sean justas.
Leídos hoy los fundamentos de la sentencia sobre el Estatuto catalán del 2006, no se puede menos que caer en la cuenta de la clarividencia con la que actuó el tribunal. Y nos hace ver lo necesario que era haber atajado ya entonces, con tiempo, la fatal tormenta que se cernía sobre España.
No era el Estatuto secesionista el único signo. Bastaba con seguir los medios de comunicación públicos y privados de Cataluña para concluir que algo muy grave se estaba preparando.
En esta crisis, que aún no ha terminado, el papel de algunos medios no ha podido ser más desleal. Desde una televisión pública que malgasta cada año 300 millones del dinero de los contribuyentes españoles en la infausta misión de inocular el odio sirviendo como instrumento de propaganda, hasta periódicos que, por rendirse al poder, no dudaron en abrazar el ideario independentista, y solo rectificaron cuando ya nos hallábamos a un paso del abismo.
Incluso medios de comunicación no catalanes, jugando a la equidistancia, cometieron errores al principio. Aceptaron su lenguaje y trataron como interlocutores legítimos en el debate social a quienes proponían la ruptura, sin caer en la cuenta de que lo que pretendían era causar daños irreparables a nuestra convivencia. Los separatistas persisten en ello, pero, al menos, la sociedad ha empezado a hacerles frente.
Hubo que esperar mucho tiempo. Mientras todos callaban, los opuestos a la genuina idea de España se crecían en la siembra y en la cosecha del odio. Las escuelas eran convertidas en lugares de adoctrinamiento; las instituciones perdían su carácter incluyente y se convertían en trincheras ideológicas donde solo prosperaban los camaradas; millones de personas eran menospreciadas, rechazadas y aisladas por no asumir el pensamiento oficial. Las familias se rompían, los amigos se enemistaban, el miedo volvía a imponerse sobre el derecho a expresarse.
Y mientras tanto, quienes dentro de Cataluña tenían que alzar la voz callaban. Los líderes sociales preferían no disentir, los docentes dejaban en desuso la libertad de cátedra, los empresarios evitaban pronunciarse.
Como escribí recientemente en un artículo, los mejores lamentaban en privado y guardaban silencio en público; los peores se dividían entre los que jaleaban a los separatistas y los que se colocaban para sacar ventajas ganase quien ganase.
Hubo que llegar al límite para que empresas grandes y pequeñas -muchas de ellas consideradas parte intrínseca de Cataluña- tomasen la decisión de cambiar su sede para no sufrir las imposiciones de los sectarios ni el rechazo de millones de clientes.
Hubo que llegar al límite para ver colocar con orgullo en las ventanas la bandera española, que no se opone a la catalana, sino a la que enarbolan los separatistas.
Hubo que llegar al límite para comprobar por fin que nuestra Constitución ampara; nuestra democracia es justa; nuestra ley, robusta.
Pasados aquellos momentos de desazón, es mi deber recordar la intervención de Su Majestad el Rey, Felipe VI, quien con su firmeza nos hizo recobrar la confianza en nuestras fuerzas.
Y me alegro de compartir esta celebración con el Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que ha venido a demostrar que la prudencia es sabia si se une a la determinación, la valentía y los principios.
Su decisión de cortar toda posibilidad de acción de los rebeldes a las pocas horas de que consumasen su delito, junto con la convocatoria de elecciones en el plazo más breve posible, han tenido como consecuencia inmediata la fractura de los secesionistas, el rearme moral de los que creemos en España y el unánime reconocimiento internacional a nuestra democracia y a nuestro Estado de derecho.
Para que todo esto fuese posible, justo es reconocer el consenso, en este caso sin fisuras, de los principales partidos de la oposición. Y lamentar también la equivocada posición de quienes se presentan como nuevos actores de la política utópica, pero actúan con el peor instinto destructivo. Tal deslealtad no puede empañar el triunfo colectivo.
Cuando llegue. Porque, como he tenido ocasión de decirle personalmente al Presidente del Gobierno, queda mucho por hacer, mucho por restituir. Quedan graves peligros que superar. Aun así, la acción del Gobierno y de la Justicia nos hacen prever que la quiebra del país se reconducirá y que los culpables tendrán que hacer frente a todas y cada una de sus responsabilidades. El daño que han hecho a la convivencia, a la imagen exterior de nuestro país e incluso a la economía nunca podrán pagarlo.
Ellos sí que nos han robado. Nos han robado la paz, nos han robado la confianza, nos han robado incluso una buena parte de la prosperidad económica.
Y nos han robado el tiempo que necesitábamos para encarar muchos otros problemas y muchos otros esfuerzos. La revitalización de los sectores productivos y el empleo, después de una crisis tan grave como la vivida, o la lucha por garantizar las más importantes conquistas sociales. Y, desde luego, el fortalecimiento de las instituciones para combatir todas las formas de corrupción, que tanto nos han perjudicado.
Como editor, miro a Galicia e non deixo de advertir cantos retos temos tamén por diante. O peor índice de natalidade de Europa -é dicir, do mundo-, a perda de expectativas do campo e da pesca, a emigración da xente nova. O sálvese quen poida dos autónomos, os índices de paro, a caída de pulso industrial. E mesmo a demora na superación do noso aillamento ferroviario.
Como amosaba o noso primeiro editorial, publicado hai cento trinta e cinco anos, e como teño exposto nos artigos recollidos no meu libro Yo protesto, temos por facer unha longa tarefa para defender os grandes e nobres e desdeñados intereses de Galicia.
Esta é a misión da Casa que hoxe os acolle. Con todos os avatares que nos ten deparado a historia, e con todas as dificultades do momento presente, La Voz de Galicia, e eu como editor, non temos máis horizonte nin máis teima que facer honor ao noso título. Facémolo desde o orgullo de ser galegos, que é unha excelente forma de ser españois.
Porque, como he dicho, es imposible que los gallegos renuncien a su identidad, a su lengua, a su tierra, a su cultura. Y es imposible que renuncien a ser españoles.
Así es como lo sentimos. Y esa es la primera verdad que se contiene en la Constitución de 1978. Aquel consenso no instauró ningún régimen, sino que alumbró la época más próspera, más pacífica, más brillante y más hermosa de toda nuestra historia.
Lo sabe bien nuestra galardonada, experta en los principios democráticos que expresa la Carta Magna. Gallega, española y pionera, María Emilia Casas Baamonde pasa hoy a honrar el Premio Fernández Latorre y la propia historia de La Voz de Galicia.
Mi ánimo al Presidente del Gobierno, que tiene la misión de pilotar la nación española en el momento más crítico desde la recuperación de la democracia. Aún tiene por recorrer un camino muy difícil en busca de la unidad, la solidaridad, la legalidad y la concordia.
Y mi agradecimiento a ustedes por todo lo que hacen por nuestra tierra, a la que representan tan dignamente en este acto.
Muchas gracias.