Cuando en 1892 el ingeniero e inventor francés François Hennebique patentó su sistema de construcción a base de hormigón reforzado con barras de acero lo describía como «económico, incombustible y de duración ilimitada sin mantenimiento». Esta era la sensación que daba frente a la madera y las primitivas estructuras de acero, aunque la realidad es otra. Económica, sí, como muestra su predominancia desde hace 70 años. Incombustible, casi; mejor que la madera, por supuesto, y menos sensible al calor que la estructura de acero desnuda. Pero no tiene duración ilimitada.
Todas las estructuras, sean del material que sean, tienen fecha de caducidad. Es lo que llamamos la vida útil de la estructura. Para una infraestructura básica como un puente o un hospital se suele fijar en 100 años. Para un edificio ordinario, 50 años. Estos límites pueden parecer reducidos, pero basta con hacerse una pregunta sencilla para entender mejor su sentido: dentro de 100 años, ¿cómo serán los hospitales? ¿Circularemos en coches como los de hoy? Asumir límites más elevados para la vida útil de una estructura implica también aumentar la inversión de forma desproporcionada, de modo que se fijan en valores que resultan aceptables para la sociedad. Además, no es un límite rígido: si la estructura ha sido adecuadamente mantenida, una evaluación por un experto puede ser suficiente para dictaminar que es seguro prolongar su uso. Incluso acometiendo operaciones específicas de reparación o refuerzo, se puede alargar la vida de la estructura casi indefinidamente.
Pero para completar su vida útil en condiciones de seguridad es fundamental haber llevado a cabo el adecuado mantenimiento de la estructura. En medios favorables, como climas de interior con regímenes de lluvia suaves, este mantenimiento puede limitarse a una inspección periódica, puesto que la tendencia al deterioro es reducida. Sin embargo, en ambientes agresivos para el hormigón armado, como es el caso de las estructuras marítimas, la vigilancia debe ser más frecuente, y la necesidad de operaciones de reparación, más habitual. En estos casos, además, las vidas útiles previstas se acortan al entorno de 25 o 30 años. Un abandono de una estructura de hormigón armado construida sobre el mar o muy próxima al agua marina puede conducir a pérdidas muy notables de su capacidad de carga. En este sentido, y atendiendo al accidente de O Marisquiño en Vigo, una estructura originalmente prevista para resistir con creces la carga que tenía que soportar durante el concierto pudo deteriorarse hasta alcanzar la situación de colapso que todos conocemos. Sería injusto decir que las administraciones en general no atienden adecuadamente al mantenimiento de las estructuras. Pero casos como el del paseo marítimo de Vigo muestran que en ocasiones sí puede suceder. En tiempos de recortes como los que hemos vivido, hay que recordar que el mantenimiento de las infraestructuras no puede supeditarse a la política económica. Nos va la vida en ello.
Manuel F. Herrador es Doctor Ingeniero de Caminos