El tutor que vela por 3.618 gallegos

Jorge Casanova
JORGE CASANOVA REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

PILAR CANICOBA

Una fundación pública, la Funga, aumenta cada año el número de personas tuteladas, incapacitadas por un juzgado incluso para sacar dinero de un cajero

30 mar 2019 . Actualizado a las 17:49 h.

María, una mujer de edad avanzada, ha comenzado a demenciarse y tiene ya serias dificultades para valerse por sí misma. Tiene familiares pero, por razones diversas, no pueden hacerse cargo de su cuidado. Hay serias sospechas de que alguien se le está acercando para sisarle dinero de la cuenta. Los servicios sociales de su comunidad han detectado el problema y dejan el caso en manos de la Justicia que, probablemente, acabará incapacitándola. José es un joven de 17 años con una discapacidad intelectual severa. Tampoco tiene familiares en disposición de hacerse cargo de él en el momento en que, cumplidos los 18, la Xunta abandone su tutela. También será incapacitado. Jesús tiene 45 años y duerme en la calle. Está fuera del sistema, pero está en el mundo. Tiene graves adicciones que han afectado a su salud mental. Nadie sabe nada de él, pero necesita atención y tutela. Como María y como José, un juez lo incapacitará. ¿Qué pasa con estas tres personas? ¿Quién se hace cargo?

Los tres perfiles son imaginarios, al menos en sus nombres. No tanto en sus circunstancias, comunes en el trabajo que desarrolla la Funga (Fundación Pública Galega para a Tutela de Persoas Adultas). El año pasado, esta institución en la que trabajan 23 empleados tuteló total o parcialmente a 3.618 personas. En 1997, cuando se creó, asumió 69 tutelas. En 22 años ha multiplicado su trabajo por más de 50. En Galicia hay 172 concellos cuyo censo es inferior al número de personas que atiende esta fundación. Es una vara de medir que muestra, no solo la dimensión del trabajo de esta institución, sino también el perfil de una sociedad cada vez más envejecida y la problemática que desprende ese fenómeno.

Primero, el juez

La puerta de entrada y de salida en la Funga es un juez, el único con la potestad para incapacitar a una persona: «Muchas veces empezar la tutela no es tan sencillo como podría parecer», aclara el gerente de la fundación, Juan José Couce: «No es infrecuente que tengamos que hacer una auténtica investigación. Hemos llegado a tutelar a personas que ni siquiera tenían un DNI». Lo primero que debe afrontar la fundación es una evaluación inicial sobre la persona a la que va a tutelar para, a partir de ahí, decidir cuáles son los pasos más adecuados para garantizar su bienestar.

Explica Couce que resulta muy difícil no implicarse directamente con la vida y los problemas de los tutelados. De hecho, no son pocos los que llaman con alguna frecuencia a la fundación: «A veces llaman para comunicar un problema, pero otras solo para hablar», confirma el director.

Cada caso es un mundo, pero es un hecho que la fundación debe mantener un contacto muy estrecho con el tejido asociativo que facilita soluciones para algunos de sus tutelados. No todo viene de mano de la Administración. Y la fundación debe aprovechar todos los recursos porque son los responsables de sus tutelados. Cada año, el número de personas que pasan a depender de la Funga crece de forma irregular entre 200 y 250.

Pero volvamos al principio. ¿Qué ha pasado con los tres ejemplos? María ya está incapacitada. No tiene acceso a su cuenta bancaria donde, efectivamente, hay menos dinero del que debería. La Funga administra sus gastos y le habilita una cantidad semanal para que pueda tomar café en un establecimiento cercano como tiene costumbre. También contactan con ella con frecuencia y le han contratado una asistenta mientras no sea necesario ingresarla.

José, que ya es mayor de edad, tiene su vida gestionada por la Funga, administrativa y médicamente. Está ingresado en una residencia donde participa en talleres ocupacionales que le ha gestionado la persona de la fundación que está pendiente de su caso. Y Jesús vive en una pensión. Un técnico de la Funga le ha tramitado los documentos necesarios para solicitar las ayudas públicas a las que tiene derecho. Con ellas se puede pagar un alojamiento. Y ha entrado en un programa de rehabilitación para aligerar el peso que le suponen sus adicciones. Los tres han perdido el derecho a decidir sobre sus vidas pero están mejor con sus nuevas tutelas.

Cuando hay que trabajar entre las conductas sociales más vergonzantes

Los empleados que trabajan en la Funga se enfrentan a diario a historias de extrema dureza. A veces se encuentran con personas incapacitadas a petición de una familia que luego afirma no poder hacerse cargo de esa persona. Pero esos familiares aparecen cuando la herencia está próxima. Otras, el desapego de la familia tiene una razón más comprensible: «Imagine que la persona incapacitada tiene hijos que en su día fueron víctimas de abusos. Puede que no quieran que su padre quede desprotegido, pero también que no quieran hacerse cargo», explica un trabajador de la Funga.

Diógenes, habitual

Dice el director de la fundación que los empleados «están hechos de una pasta especial», por el nivel de compromiso que adquieren con las personas que tutelan y las situaciones que las rodean: «A veces les llamamos y nos dicen que están bien, pero nosotros sabemos que no lo están». No es extraño tampoco que, en una primera visita al hogar de la persona tutelada se encuentren con la estampa típica de quien sufre un síndrome de Diógenes: domicilios ya prácticamente inhabitables con situaciones de riesgo para la salud de la persona que reside en ellos.

Con todo, coinciden varios trabajadores, entre las situaciones que generan un mayor desgaste emocional están las personas solas, absolutamente solas: «Vemos gente que, al morir, resulta que no hay nadie absolutamente a quien avisar. Eso siempre resulta impactante». 

Atención jurídica, administrativa, médica y patrimonial

Cuando una persona es incapacitada y la Funga se hace cargo de su tutela, hay varios aspectos en los que, probablemente, tendrá que intervenir. Si la tutela es absoluta, esos aspectos serán todos porque, en realidad, la fundación suple su voluntad.

Hay muchos casos en los que la tutela es parcial y se llama curatela. Puede ser una curatela económica, en la que la fundación interviene únicamente en los asuntos económicos y financieros del incapacitado. También puede ser de carácter médico, para velar por el estado de salud de la persona o patrimonial, cuando la Funga interviene únicamente en la compra venta de propiedades u operaciones económicas de especial complejidad. Este tipo de intervenciones requieren del visto bueno por parte del juzgado. En los casos de curatela, la intervención de la institución complementa la voluntad de la persona tutelada, pero no la sustituye.

Para atender las necesidades de cada uno de los tutelados, la Funga dispone de tres tipos de trabajadores: asistentes sociales, asesores jurídicos y personal administrativo. La interacción entre el trabajador y el tutelado suele ser muy estrecha, de manera que cada trabajador conoce con detalle la problemática de los tutelados que le son más cercanos. De hecho, una parte del trabajo se desarrolla sobre el terreno.

No heredan

Por muy estrecha que sea la colaboración entre la fundación y los tutelados, la Funga no puede heredar en ningún caso el patrimonio que deje esa persona al morir. Como máximo, el juez del que dependa cada caso puede otorgar a la fundación un porcentaje de los beneficios que se generen de la gestión de ese patrimonio. El porcentaje, nunca superior al 20 %, depende del juez.

El juzgado es también el órgano que fiscaliza anualmente las cuentas de cada tutelado que la fundación debe rendir de forma inexcusable. Con frecuencia, la tutela supone una notable mejora económica para el tutelado, que suele tener pocos gastos y deja de estar en peligro de que alguien lo engañe para hacerse con su patrimonio: «Al vulnerable, pronto se le acerca el aprovechado», reflexiona el gerente de la Funga, Juan José Couce, muy acostumbrado ya a apreciar esa conducta.

Lo que no suele suceder es que el tutelado recupere la capacitación. En teoría, es posible. Debe decidirlo igualmente un juzgado. Pero la realidad es que muy pocas veces ocurre.