Si Dante escribiera hoy su Divina Comedia, ese ajuste de cuentas del florentino con los personajes históricos, no sabría dónde colocar al expresidente de la Xunta, de cuya muerte se cumplen 10 años
22 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Una biografía novelada del personaje podría titularse, al modo de Stevenson, El extraño caso del doctor Fraga y mister Iribarne. Una personalidad galaica y otra vasca que a lo largo de su peripecia política se fueron alternando, empezando con el Iribarne del franquismo, rotundo como un aizcolari, sin concesiones a las medias tintas, apabullante de palabra y obra, y terminando con el Fraga que retorna a la leira familiar para plantar y cosechar mayorías absolutas, en medio de gaitas y queimadas. Si Dante escribiera hoy su Divina Comedia, ese ajuste de cuentas del florentino con los personajes históricos, no sabría dónde colocar al vilalbés. Quizá tendría que inventar una condición ambulante que le permitiera estar una temporada en el infierno y otra en el cielo, allá como ministro de una dictadura y aquí en calidad de político democrático que batió récords de adhesión electoral.
Él es todo un desafío para los intérpretes más dogmáticos de la memoria histórica que investigan la pureza de sangre democrática y andan a la caza de conversos. Si es declarado hereje habría que considerar partícipes en la herejía a la abrumadora mayoría de gallegos que lo votó hasta hacer de él un presidente invicto en las urnas. Es la suya la vicisitud del emigrante retornado, con la salvedad de que no llega para un cómodo retiro sino para implantar un galleguismo insólito, pasando de ogro a padre de la matria gruñón pero en el fondo paternal.
El otro día se recogían en La Voz sendos homenajes a Fraga y Castelao. Los bustos de ambos escuchaban sin decir nada a Feijoo y Ana Pontón haciendo sus apologías en Vilalba y Rianxo. No hay tanta distancia ideológica entre las estatuas como pudiera parecer a simple vista. El presidente bien pudiera haber estado en Rianxo y un nacionalista sin rudo encono en Vilalba. Castelao forma parte de las referencias habituales de Feijoo, y Fraga, si la historia es justa, tendrá que ser recordado como el dirigente que puso en práctica ideas que el galleguismo del pasado solo pudo esbozar. En esa tertulia de ultratumba que el rianxeiro imagina en Un ollo de vidro, en la que los esqueletos comentan cuitas del pasado, Castelao y Fraga podrían sentarse a jugar al dominó en el salón de algún Parador.
Varios recalcitrantes quisieron explicar las apoteosis de don Manuel en Galicia recurriendo a un surtido de causas que iban desde el caciquismo, hasta una suerte de hipnotismo que habría impedido que los gallegos votasen como es debido. Les resultaba difícil admitir que era un voto libre, directo y secreto el que aupaba a Fraga, en justa correspondencia por su reconversión tras caerse del caballo camino de Compostela. Fue Galicia y no el brebaje de la novela de Stevenson la que cambia al personaje para hacerlo parte de su paisaje.
España vacía, Galicia dispersa
Hay una España vacía y una Galicia dispersa. Ahora que toca acudir a la timba que decidirá la financiación autonómica, cada uno va con sus cartas y nuestros tahúres llevarán la baza de la dispersión, según admite el conselleiro de Facenda en su comparecencia parlamentaria. Frente a ese país disperso desde el tiempo de los castros, había dos opciones: abandonar a los dispersados como si fueran Robinsones en islas incomunicadas, o tejer una tupida y costosa red de servicios e infraestructuras. Es bien cierto que en otros países de ordeno y mando la solución es tan simple como el traslado forzoso de la población. Galicia no solo es una democracia, sino que sus habitantes conservan un sentido panteísta. Ahí está el hermoso proyecto de Galicia Nomeada que recupera topónimos tan bellos como A pedra que fala, en Bueu mismamente. «Agrupémonos todos», dijo la Internacional. Galicia le hizo poco caso al comunismo y ninguno a la idea de agruparse por decreto. En realidad no hay un fogar de Breogán sino cantidad de ellos.
Terrorismo de importación
Además de las numerosas víctimas gallegas que ETA tiene en su balance sangriento, hay otro daño imperdonable que nos viene a recordar el proceso abierto en la Audiencia Nacional. Comparecen los últimos jefes de un terrorismo de importación que se propusieron trasladar a Galicia la Euskadi de los verdugos y los mártires. Estuvo en boga un complejo de inferioridad que consideraba que Galicia pertenecía a una categoría menor en el ránking de los pueblos diferenciados, al no contar con unos terroristas como es debido. A ello se unió el coqueteo intelectual con la violencia de algunos personajes autóctonos que se resistían a condenar a la banda etarra, o la equiparaban a la «violencia» del Estado, o dibujaban una Galicia oprimida por poderes fantasmagóricos. Ellos permanecieron cómodamente en sus púlpitos, pero parte de su parroquia decide pasar de la mera especulación al manejo de armas y explosivos. Los derrotó la ley y la justicia, pero sobre todo una Galicia que no quiso ser copia de nadie.