Con don Santiago en el ascensor

GALICIA

María Pedreda

31 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Para alguien primerizo y poco ducho en jerarquías como yo, el presidente de La Voz de Galicia era alguien que habitaba arriba, a mitad de camino entre la Redacción y el Todopoderoso. Hasta entonces había tenido con él encuentros fortuitos en el ascensor, pero su misión en aquella nave periodística que atracaba cerca de Cuatro Caminos, A Coruña, tras surcar la información, seguía siendo para mí un enigma. Por supuesto que no se me ocurría preguntar. Prefería ir captando detalles para hacerme una idea del cometido de aquel señor afable y elegante que veía fugazmente.

Hasta que se produjo una llamada. Se trataba de un conselleiro conspicuo al que le urgía hablar conmigo. Aunque correcto, su tono destilaba un cierto mal humor. No era habitual en aquellos tiempos de autonomía adolescente que alguien como él se dirigiese a un modesto labriego de la información. Me dijo, además, que acudiría a la cita acompañado de un colega de otro departamento. El lugar elegido por el dúo de mandatarios no fue una callejuela estrecha y mal iluminada, como en El tercer hombre, sino un restaurante un poco sádico que exhibía sus delicias en un escaparate para que los transeúntes tuvieran envidia de los que comían dentro.

 Mi principal preocupación era qué ponerme. Ir como a una boda parecía una pleitesía hacia el poder. Una ropa demasiado casual (esta palabra no existía en esa era) podría dar a entender que el periodista era un don nadie que ni siquiera sabía usar correctamente la corbata. Opté por una tercera vía estilística y allá me fui intrigado. No podía tratarse de una felicitación por algo que no recordaba. Tampoco de un reproche. Y eran dos gerifaltes en persona que no recurrían a ningún subalterno.

En realidad, todo obedecía a una información nimia que llevaba mi firma, relativa a un pecado muy venial de ambos conselleiros que hoy daría risa por su inocencia. Pero ¿por qué me habían llamado a mí? Me confesaron azorados que antes habían llamado a don Santiago (Rey) para quejarse y que él les había dicho que el indicado era yo. Era a mí a quien tenían que convencer. Al poco tiempo volví a coincidir en el ascensor con el presidente. Como estábamos solos, le conté el encuentro y le di las gracias. «Soy el dueño del periódico, no de las noticias», dijo antes de que se abrieran las puertas para dejarme en la Redacción.

Aquello me hizo inmune a las gestas periodísticas americanas que venían facturadas en libros o películas. Nada comparable a la de un hombre que hizo que los rumorosos del himno tuvieran Voz cuando más la necesitaban. Nada igual a quien logró que el árbol de Galicia se llenara con hojas de periódico, para confirmar que somos un país de palabras habladas y escritas. El presidente que el periodista pipiolo situaba entre la Redacción y el Todopoderoso, ya está un poco más arriba.

Que levanten la mano

Que levanten la mano los que sabían que Julio Fernández Gayoso tenía la medalla al Mérito en el Trabajo. Vale. Que la levanten ahora los que sepan quién es y qué hizo Julio Fernández Gayoso. No es el de Luar, por si acaso hay una cierta confusión. Ahora se le despoja al antiguo mandamás de Caixanova de su condecoración, debido a la condena por el cobro doloso de prejubilaciones. ¿Por qué ahora? El castigo judicial data del 2015. Quizá la ministra necesite ahora gestos que revitalicen su alicaída figura política, y encuentra un moro propicio. «A moro muerto gran lanzada». Al banquero vigués le toca recibirla para que se evidencie el ánimo justiciero de la misma vicepresidenta que amnistía a sediciosos o aplaude el blanqueo del escándalo de los ERE andaluces. Se equivocó Gayoso al no montar también un partido que jugara en el río revuelto de las mayorías precarias. Carece de patente de corso en el Caribe hispano. Muy pocos habrán levantado la mano. El olvido deja atrás las glorias y medallas de los tiempos pasados.

El amor en tiempos del súper

¿No es verdad, ángel de amor, que en este apartado súper más pura la luna brilla y se respira mejor? Así podría ser una moderna adaptación del Tenorio que incorpore la nueva tendencia de ligar mientras se hace la compra, o comprar mientras se liga. Ese don Juan ante la celosía que pixela a su amada sería un señor, o señora, que entrevé al objeto de su pasión entre los congelados y la carnicería. En Casablanca no sería París lo que les quedaría como vaga esperanza de reencuentro a Rick Blaine e Ilsa Lund, sino el Gadis más próximo. Cupido no tendría arcos ni flechas, sino que llevaría un delantal en la pescadería. La celestina, en la caja preguntando, pícara, si quieres bolsa. ¿Acaso no había tiendas en tiempos de Shakespeare donde pudieran urdir sus amores prohibidos Romeo y Julieta? La pareja bien podría pertenecer a las familias en competencia comercial, como Froiz y Mercadona, pongamos por caso, luchando con ofertas en lugar de con dagas. Se abre, en fin, un mundo de posibilidades. Es el amor en los tiempos del súper.