Por raro que parezca, hay familias que acuden habitualmente a comer al restaurante de la funeraria del polígono de A Grela. También compañeros de trabajo se juntan en un gimnasio y una facultad para disfrutar del menú del día de sendas cafeterías
Vergüenza: sentimiento de incomodidad producido por el temor a hacer el ridículo ante alguien, o a que alguien lo haga. La definición de la RAE la vivieron, seguro, muchos de los clientes —ahora habituales— de la cafetería del tanatorio de A Grela. Por llamativo que parezca, este local subsiste en buena medida de ese boca a boca que ha hecho que trabajadores de este polígono coruñés, grupos de amigos e incluso familias se planten más anchos que largos para disfrutar de un buen menú a escasos metros de un horno crematorio. La primera toma de contacto repele al más intrépido, porque para llegar a la meta hay que subir un par de plantas donde, casi inevitablemente, te cruzas con quien sí están ahí para velar a un allegado. El paseo sucede entre escaparates de coronas de flores que no hacen más que incrementar esa sensación de molestia difícil de definir, y eso que la idiosincrasia gallega siempre ha invitado a establecer una relación natural con la muerte, incluso a celebrarla. Esa misma impronta es la que hace que nos olvidemos de lo que ocurre alrededor si tenemos delante un buen plato de caldo, una lubina o un chuletón al punto. Y, por eso, al llegar a la cima de esta funeraria se abre paso otra dimensión.
Ernesto Castro y su mujer son los responsables de la azotea del tanatorio A Grela, donde pocas veces se ven caras largas. Basta con pasar diez minutos en el local para olvidar el camino de la vergüenza hacia la caña y el pincho de tortilla. Al rozar el mediodía esta amplia cafetería, que cuenta con una de esas terrazas que los cursis llamarían rooftop bar, se llena de uniformes de empleados de empresas de limpieza, profesores de instituto, policías y un sinfín de empleados acostumbrados ya a tomar el tentempié en este controvertido local. «Entre semana sí que tenemos muchos trabajadores de la zona, pero también, por ejemplo, tenemos algún cliente habitual que viene de otros concellos a comer y, sobre todo, los fines de semana vienen familias enteras a disfrutar de nuestra cocina», cuenta Ernesto orgulloso.

mejor con reserva
Este empresario ha conseguido lo imposible en los casi ocho años que lleva su cafetería en pie, pues cuando le ofrecieron la oportunidad de montar este negocio, en absoluto se imaginaba que iba a dar servicio más que a esas personas que, acompañando a sus difuntos, pasan unos momentos tan delicados. Tanto se alejaba la realidad de sus predicciones que incluso recomienda llamar para reservar mesa porque, por lo general, están siempre hasta los topes. Esto, mantiene Ernesto, «nada tiene que ver con el mito de que comer y beber es más barato en los tanatorios», sino con la calidad de los platos. Y la cantidad: pues un plato del churrasco que dispensan diariamente perfectamente puede compartirse entre dos o entre tres.
Aunque la oferta del local pasa por un ramillete de opciones —todo tipo de carnes, bocatas sándwiches o reconfortantes caldos— el responsable asegura que los pescados son lo más demandado, aunque no se la juega a ningún plato estrella. Los precios, aunque Ernesto tire de modestia, sí son más ajustados de lo habitual, pues con un billete de diez euros uno puede salir saciado para unas cuantas horas.
Hay una pregunta ineludible que hacerle a quien regenta un restaurante tan concurrido como el local más de moda de Madrid. Con la salvedad de que el primero está ubicado en una funeraria. La duda se aclara con una respuesta controvertida. «Es normal que pueda parecer irrespetuoso que esto parezca un bar normal, porque la gente está riéndose, hablando alto... pero lo cierto es que, aunque sí hemos tenido algún problema y no lo vamos a negar, la mayoría de familiares de los difuntos agradecen este ambiente distendido porque les evade un poco de su realidad», concluye Ernesto.
De probar otras realidades saben, y de manera muy diferente a la narrativa de Ernesto, en el club de Golf Montealegre, en Ourense. La mayoría de asiduos al restaurante de este privilegiadísimo entorno no entienden de caddies ni de swing, pero sí de un buen manjar.
entre hoyo y hoyo
El local, que se encuentra en un entorno inigualable, nació, como el resto de restaurantes de este reportaje, con el objetivo de satisfacer el estómago de los que caían ahí de paso, en este caso para descansar entre hoyo y hoyo. Rodeado íntegramente del verde de los campos, finalmente acabó conquistando a todo tipo de ourensanos ajenos al mundo del golf.
El mérito es de Paula Campos. Ella cogió las riendas de la gestión del local a finales del 2019, pocos meses antes de que llegase la pandemia, pero su propuesta ha conseguido calar y triunfar pese a todo. «Apostamos por una materia prima de muy alta calidad y por elaboraciones caseras, 100 % hechas por nosotras», afirma. Lo cierto es que Paula ya conocía bien el lugar. «El restaurante del club de golf lo inauguró mi madre en 1995. Yo tenía 19 años y trabajé aquí con ella, los diez años que tuvo la concesión», recuerda. «Me fui con mucha pena. Era una espinita que tenía clavada, pero gracias a la administración de Montealegre aquí estoy. Me contactaron para proponérmelo y no lo dudé», comenta.

El local trabaja con carta y con un menú cerrado que cuesta 17 euros entre semana, aunque aumenta un poco el precio los sábados y domingos. Abren a la hora de comer todos los días, salvo el lunes, y también dan servicio de cafetería por las tardes. Hacen croquetas de marisco, salpicón de bogavante de la ría, un pulpo á feira con un toque moderno, cordero asado, capón guisado y el plato estrella en temporada de frío, el cocido. Paula y su equipo trabajan también con postres caseros y típicos según la estación. Hacen leche frita, filloas, tarta de manzana, flan...
«Estoy atendiendo a los hijos de aquellos niños a los que les di de comer mientras sus padres se iban a jugar al golf. Volver aquí es muy bonito y creo que ese cariño repercute en el resultado de cada elaboración», afirma. De ahí que entre sus clientes habituales
destaquen muchos que nunca han cogido un palo de golf. Los comensales disfrutan de la comida, de las vistas y de unas amplias instalaciones. El restaurante del club Montealegre cuenta con un espacio ideal para celebraciones y eventos, un salón interior y también con dos terrazas, una cubierta y otra al aire libre.
Los polígonos, como se ha comprobado en líneas anteriores, son el caldo de cultivo perfecto para dejar los prejuicios a un lado. Incluso esos trabajadores de la zona que el fin de semana se convierten en gurús gastronómicos se dejan ver sin ápice de sonrojo degustando el menú del día de un gimnasio. Efectivamente, en esta zona industrial de Arteixo, pese a que la oferta gastronómica no es pequeña, muchos prefieren acercarse a la cafetería del BeOne para llenar el buche en mitad de la jornada. Esto es obra y gracia de Lucía García y su pareja, que llevan desde el 2015 dando menús a empleados de Inditex, trabajadores de La Voz, del Centro Tecnolóxico de Arteixo y del instituto que está frente al propio gimnasio. Comenzaron, como no se imaginaban el aluvión de clientes que empezarían a tener, ofreciendo un primero y un segundo, por lo general, adaptado a las necesidades que, imaginaban, tendrían los socios del gimnasio. Pero las cosas fueron mucho mejor de lo que creían y tuvieron que aumentar la oferta, convirtiéndose en un referente gastronómico de la zona. Así, el bocata vegetal, la tortilla y el filete de pollo se convirtieron en platos reconocibles para cualquiera que haya pasado una temporada en Sabón. El filete de pollo, tantas veces detestado, es el protagonista de más de la mitad de las mesas de esta cafetería a la hora de comer. «Casi todos los que vienen a hacer deporte lo piden, eso ya es casi una norma, y de la gente que viene de fuera a muchos también les encanta», explica Lucía apañándoselas como puede para contestar a las preguntas y atender a todas las mesas que, a las doce de la mañana, esperan su café.

«A esta hora sí que tenemos gente que vino a clase al gimnasio y profes del instituto, después, al mediodía, casi todo es gente de fuera que viene por el menú, y que aunque solo se acerquen a comer intentan hacerlo de manera saludable, ojo; por la tarde, los clientes que tenemos suelen ser padres de niños que traen a sus hijos a los cursillos de la piscina y que ya se quedan a picar algo». El medio menú cuesta 9 euros y un menú completo con dos platos, postre y café, 11 euros.
Con un horario de 8.00 horas a 23.00 horas, Lucía y su marido viven por y para su trabajo, aunque les compensa por la buena acogida de sus clientes y los vínculos que llegan a establecer entre ellos. «Yo empecé a trabajar a los 16 años en hostelería, y lo dejé para estudiar un ciclo de Imagen y Sonido que me facilitó poder trabajar en una productora; después mi marido y yo ya montamos una empresa de organización de eventos que intentamos compaginar con esto pero tal y como creció la cosa fue imposible», remata Lucía, tan cansada como contenta.
Cansados y contentos es como llegan, precisamente, muchos de los estudiantes del Campus Sur a la cafetería de la facultad de Matemáticas de la USC. Esta institución gastronómica es conocida por jóvenes y mayores por su bufet libre, la calidad de sus elaboraciones y unos precios difíciles de encontrar. Al frente de este templo está Andrés Carballo, que desde 1997 ofrece las famosas albóndigas, la espléndida lasaña y su mítica tortilla y milanesa. Estos platos son imbatibles, aunque Andrés reconoce que los chicos cada vez piden más pescado, y verduras. «El mito de que los chavales comen mal no tiene nada que ver con la realidad, son críticos con lo que damos y además cada vez se preocupan más por su salud». Tanto es así que, salvo la milanesa, en esta cafetería no hay nada frito.
Andrés respira ahora tranquilo viendo cómo las aguas vuelven a su cauce tras la pandemia, y aplaudiendo la responsabilidad de los más jóvenes ya que, asegura, son los que más respetan las normas y «siempre procuran comer con sus convivientes», sobre todo esto ocurría, según relata, en aquellas épocas en las que el covid apretaba tanto que parecía ahogar».

A reventar por 6 euros
El 90 % de la clientela de esta cafetería son estudiantes y profesores de diversas facultades, con lo que durante mucho tiempo, con las clases telemáticas, Andrés y sus empleados se mantuvieron a flote a duras penas. Aún así, este hostelero cuenta que ha sabido mantener a sus usuarios más fieles, incluidos esos que nada tienen que ver con la educación ni con el entorno universitario, que haberlos hailos. Los seis euros que cuesta comer en esta cafetería y lo sabrosos que están sus platos hace que la simple idea de preparar un táper por la noche suene a chiste. Pero esto no es todo, ayuda y mucho la posibilidad de disfrutar del completísimo menú al aire libre y el personal, sobre el que prácticamente hay consenso: atentos, amables e incluso insuperables son algunos de los calificativos que se ganan, en diferentes reseñas de internet, los empleados de este local.

Con una oferta gastronómica sin parangón, Galicia lo borda hasta en los sitios más inesperados. Esto es solo una pequeña muestra de que los lugares más insospechados pueden esconder grandes secretos, en este caso, culinarios. Pueden completar la lista perfectamente el restaurante Albatros, situado en la estación marítima de Vigo. En un enclave exclusivo, sobre todo para extranjeros, en este local se puede disfrutar de un arroz negro, merluza del pincho o unas carrilleras. Y para rematar la experiencia, un helado de tofe garrapiñado con bizcocho de chocolate picante.
Otra alternativa más que atractiva para salir de lo habitual, pero con el buche feliz, es acudir a los restaurantes que la mayoría de escuelas de hostelería gallega tienen a disposición del público. El Centro Superior de Hostelería de Galicia (CSHG) es un ejemplo. Aquí los alumnos practican platos de alta cocina que, por un precio más asequible de lo habitual, tú también puedes llevarte a la boca.