«Es precioso e inimaginable que mi nieta sea pionera 101 años después de mi tío»

MÍRIAM V.F. VIGO / LA VOZ

GRADA DE RÍO

Oscar Vázquez

Rosa Casal, gran apasionada del Celta, es sobrina de Santiago Casal, jugador de la plantilla de 1923, y abuela de Paula Rodríguez, futbolista de As Celtas

25 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El pasado 7 de septiembre había grandes dosis de orgullo en las gradas de Balaídos para vivir el estreno oficial de As Celtas, el nuevo proyecto femenino celeste, pero el de Rosa Casal era un caso único entre los allí presentes. «Es inimaginable que 101 años después de que un hombre que era mi tío saltara al césped con el primer Celta masculino, lo hiciera una mujer, una pequeñaja, mi nieta, con el primer equipo femenino. Y que yo lo haya podido ver. Es una vivencia única en mi vida, un momento precioso», expresa esta celtista de toda la vida que hoy tiene 78 años. Es sobrina de Santiago Casal (1898-1982) y abuela de Paula Rodríguez (Vigo, 2008).

Rosa Casal conoció a Santiago y oyó de su boca experiencias de su etapa como futbolista céltico. Él y, sobre todo, su padre le enseñaron a amar al Celta desde muy niña; luego, se casó con un celtista —«mis suegros también eran grandes aficionados», añade—, se lo inculcaron a sus hijos y, ella, que enviudó joven, también a sus nietos, entre ellos, la joven jugadora de As Celtas. «Los mayores tienen 26 y 29 años. Los hice abonados al nacer y fue el regalo de Reyes muchos años; después, con las niñas, lo mismo. Paula es una loquiña del Celta, y yo la llamo mi balonciño de oro», cuenta con emoción.

Como aficionada en las gradas de Balaídos, donde jugó el 7 de septiembre.
Como aficionada en las gradas de Balaídos, donde jugó el 7 de septiembre.

Uno de los primeros recuerdos de Rosa de su infancia en relación al Celta se remonta a hace 75 años. Relata que sus padres tenían una pequeña tienda de ultramarinos en la calle Tomás Alonso y él ya no iba a Balaídos porque padecía del corazón y se ponía nervioso. «En aquella época, vinieron las radios Sanyo y en la tienda había una habitación con una cómoda a la que él me subía y oíamos allí los partidos del Celta. Es un recuerdo precioso. Mi padre siempre me dijo que el Celta no era un equipo de fútbol, que era otra cosa: una ciudad, un sentimiento», rememora. Y así lo lleva viviendo y transmitiendo ella todo este tiempo.

Cuando perdió a su marido, era socia y explica que dejó de serlo, pero retornó. «Fue hace 32 años. Pensé que no iba a querer vivir, pero la vida continúa, el Celta seguía ahí y hace mucho que volví», detalla. Y recuerda cómo en los inicios, cuando iba de recién casada a Balaídos, «no estaba bien visto, las mujeres en su mayoría se quedaban en casa». Con todo, consciente de que los tiempos han cambiado, nunca tuvo ningún reparo con que su nieta jugara al fútbol. «Mi miedo era que se rompiera una pierna, y lo sigo teniendo», afirma.

Casal siempre ha estado orgullosa de que Paula fuera futbolista. «Es su pasión, y cuando quieres a una persona, te hace feliz que disfrute con lo que le gusta. Desde pequeñita, siempre era ver dónde jugaba el Celta y ‘papá, llévame; papá, llévame'. Fue a mil salidas con su bandera, tiene mil fotografías. Yo no soy de salir mucho, pero en los últimos años estuve Vitoria o en Manchester», indica. También con su nuera, la madre de Paula, «otra celtista acérrima». «Unas veces, llorando, y otras, riendo, porque el Celta es así», acepta.

Rodríguez Prieto, en Mánchester en la semifinal del 2017.
Rodríguez Prieto, en Mánchester en la semifinal del 2017.

Paralelamente a desarrollar su pasión por el Celta, Paula creció como futbolista en el Rápido de Bouzas, jugando con niños durante años. «Lo suyo fue vocacional, siempre con unas grandes ansias de superación. Tiene un tesón y un amor propio tremendos», la retrata. Y es «celtista a muerte», insiste. De ahí que vista de celeste esta temporada. «Cuando le ofrecieron la ficha del B —lleva tres titularidades con el primer equipo pese a tener licencia del segundo equipo—, podía haberse ido a otro club en categoría superior, que la querían, y no lo hizo porque el Celta estaba ahí», revela.

Cuando Rosa supo que Paula jugaría en As Celtas, se sintió feliz. «El día que saltó al campo no se puede explicar con palabras. Fue un momento especial, de orgullo. Que mi tío estuviera en el primer Celta de la historia y mi nieta lo repitiera es un sentimiento que me lleva a mi padre, que me enseñó a ser celtista, a mi niñez, mi familia», recalca. A su nieta le ha inculcado ese orgullo y que defendiera esa camiseta a muerte. «Pero eso a ella no hace falta que se lo diga, lo lleva dentro», ahonda. También admite que estaba «un poco enfadada» con el club por no haber dado este paso antes. «No por mi nieta, sino porque a estas alturas hay que tener la mente abierta y debían hacerlo».

Paula, como el resto de nietos de Casal, sabe de toda la vida que un tío de su abuela jugó en el club de sus amores. «Lo conté siempre y también vieron en libros de la historia del club que salía su antepasado. Pero no le daban mucha importancia, creo que pensaban que eran batallitas de la abuela», supone entre risas. Piensa que «cogió conciencia ahora, al sentirse pionera». «Hace mucho de eso, pero fue lo que viví. Quien no sea celtista, no me puede entender lo que esto significa», subraya.

Rosa le repite mucho a Paula lo orgullosos que estarían de ella su abuelo, su bisabuelo y el hermano de este, Santiago Casal. «Mi marido murió con 48 años, pero dejó hijos y nietos maravillosos. Como soy creyente, pienso que algún día, donde el señor nos lleve, le podré contar estas cosas. La historia de nuestra familia». Una familia celeste con dos pioneros para la posteridad.

Santiago Casal, jugador del primer Celta, en 1923.
Santiago Casal, jugador del primer Celta, en 1923.

Extremo en las cinco primeras temporadas

Paula es defensa, pero su antepasado céltico jugaba como extremo izquierdo. Llegó al Celta desde uno de los dos clubes que protagonizaron la fusión, el Vigo Sporting. Nacido en 1898, murió en 1982. Su sobrina lo recuerda como una persona «alegre y dicharachera», que vivía en María Berdiales y paseaba mucho por Príncipe, recibiendo el cariño de la ciudad hasta sus últimos días.