PENA DE MUERTE McVeigh, con la mirada fría y desafiante, recibió la inyección letal sin decir palabra
INTERNACIONAL

George Bush pudo marcar ayer una nueva muesca en la culata del imaginario revólver que registra las ejecuciones que ha presidido. Fueron 152 durante los seis años que pasó al frente del Gobierno de Texas. Ahora que lidera el de Washington se ha encargado de poner otra vez en funcionamiento a los verdugos federales, inactivos desde 1963. Timothy McVeigh, el autor del atentado de Oklahoma City, recibió una inyección letal en la prisión de Terre Haute (Indiana) al despuntar la mañana. Eran las 7.14 (hora local) cuando el alcaide, Harley Lappin, anunció la muerte del reo. Más de doscientos americanos la vieron en pantalla gigante.
11 jun 2001 . Actualizado a las 07:00 h.JAIME MEILÁN NUEVA YORK. Corresponsal Bush no tardó en poner su granito de arena en un espectáculo que centró durante todo el día la atención del país. Noventa minutos después de la ejecución, salió a los jardines de la Casa Blanca para subrayar que «de acuerdo con las leyes de nuestro país, el asunto ha concluido». Que la muerte de McVeigh no fue «un acto de venganza, sino de justicia» y que el reo «encontró el destino que eligió para sí mismo hace seis años», cuando destrozó con explosivos el edificio Alfred P. Murrah y mató a 168 personas. McVeigh, sin embargo, expiró dejando atrás una sensación inquietante para la que muy pocos estaban preparados. Murió sin pronunciar palabra, con una mirada fría y desafiante. Primero, aseguran quienes vieron la ejecución, atravesó con sus ojos a los testigos presentes en salas separadas, miradores del patíbulo. Especialmente a los diez periodistas y a otros tantos supervientes del atentado o familiares de éstos. Después reposó su cabeza sobre la camilla a la que le habían atado. Y pasó a concentrar su desafío en la cámara de televisión que retransmitía por circuito cerrado el evento, en el artefacto que llevó la imagen a más de mil kilómetros de distancia, al inmueble de Oklahoma City en el que se dieron cita 232 americanos -de nuevo, víctimas y familares- ansiosos de ver la ejecución. Más inquietante que el silencio de McVeigh fue su último mensaje. Porque aunque no habló, sí dejó, y quiso que se distribuyeran entre los testigos directos, copias de un manuscrito en el que reprodujo un poema de 1875, «Invictus», creado por William Ernest Henley. Y que remata con dos reveladores versos: «Soy el dueño de mi destino; soy el capitán de mi alma». La muerte de McVeigh se produjo con la asepsia característica de la inyección letal. El alcaide dio luz verde al verdugo por teléfono. «Marshall, estamos listos. ¿Podemos proceder?, preguntó a la única otra persona presente en el patíbulo, el «marshall» Frank Anderson. Éste, asintió. Desde una estancia independiente, el ejecutor abrió el paso a una primera dosis de penthotal sódico. Y después a otra de bromuro de pancuronio, y a una tercera de cloruro de potasio, a través de catéteres inyectados en la pierna derecha del condenado. McVeigh murió con los ojos fijos en la cámara.