
Irak es hoy un país desintegrado donde los ciudadanos acuden a las milicias de los jefes tribales para que garanticen su defensa. Es el escenario propicio para una guerra civil.
03 mar 2006 . Actualizado a las 06:00 h.Cuando faltaba ya muy poco para el inicio de la invasión de Irak, coincidiendo con la primavera del 2003, conocí en Bagdad al doctor Timimi. En la cincuentena, Timimi me trató, también a otra colega, de afecciones derivadas de la extraordinaria tensión que soportábamos informando sobre lo que se avecinaba. En mi caso se trató de un sarpullido salvaje que, según el doctor, tenía su causa en la parafina con la que lavaban la ropa de cama en el hotel Al Rashid, por el califa de Las mil y una noches. A mi colega italiana le habían surgido llagas en el paladar, lo cual, trabajando en televisión, le resultaba mucho más molesto. Timimi nos visitaba en el hotel, y nos traía ungüentos y pomadas, junto con las últimas informaciones sobre los preparativos de la población para hacer frente a la guerra. El trabajo diario estaba siempre filtrado por la especie de guías espía que nos colocaba indefectiblemente el Ministerio de (des)Información, así que Timimi, chií, se convirtió en una pieza preciosa de nuestros propios canales. Entonces, la pesadilla general era la de buscar alojamientos alternativos al de los hoteles oficiales en los que el régimen nos tenía confinados. Timimi nos dio varias soluciones: «¿Veis aquellas casas allá abajo, a la derecha de los límites del jardín del Al Rashid? Una de ellas es mía, la podéis ocupar cuando queráis. Como en la que vivo ahora, lindante con el barrio de Karrada. Y considerad que la embajada -una legación occidental para la que también trabajaba- ha dejado una parte acondicionada para que podáis refugiaros, con agua y comida para tres meses». Jefe de clan Timimi se reveló como un jefe de clan, una especie de líder local de máxima confianza, al que los diplomáticos habían entregado las llaves del complejo cuando pusieron pies en polvorosa en vísperas de la guerra. Su importancia estaba subrayada por el respeto con el que se le trataba cuando nos visitaba en el ministerio donde se encontraban nuestras oficinas. Un día nos llevó a ver su casa de Karrada, un distrito del centro de Bagdad, con una significativa presencia de iraquíes cristianos y chiíes, en medio de la población mayoritariamente suní de la capital. Timimi había completado el aislamiento total de un salón. Lo había forrado de un plástico espeso, con varias capas, porque estaba convencido de que Sadam haría uso de armas químicas al verse perdido. Al salir, totalmente sobrecogida por sus certezas, me explicó que los preparativos no acababan en el depósito de comida que había ido recogiendo -suficiente, según él, para un año-, sino que todos sus hombres, de ese barrio, y de otros en los que también su familia tenía influencia, siempre de religión chií, habían formado una milicia para defender sus viviendas y sus pertenencias en caso de colapso del país, y en previsión de la anarquía que todos daban por descontada tras el fin de Sadam. Se encendió una alarma: no eran los vecinos del barrio los que se unían para afrontar un futuro incierto, sino el descendiente de una de las familias chiíes más prestigiosas de la capital quien tomaba en sus manos las riendas de una larga serie de familias que históricamente habían estado bajo la protección de sus antepasados; y ahora bajo la suya. Irak sin iraquíes «¿Qué día es hoy?», preguntó Faisal I, en Ramadi, al jefe de la tribu local de los Dulaimi. «25 de julio de 1921. Las once de la mañana», respondió el jeque. «Desde hoy -proclamó el primer rey de Irak al jurar su cargo-, cualquiera que levante la mano contra otro será responsable ante mí. Os juzgaré tras convocar al consejo de jeques». Faisal I era el compañero de correrías de Lawrence de Arabia, criado con beduinos, con sentido estadista, y tan contradictorio como los hombres hechos a sí mismos. Fue él, nacido en Medina -su padre era el sheriff de los Santos Lugares del Islam, hasta que fue destituido-, quien dijo una vez: «Qué bello es este Irak, pero que pena que no existan los iraquíes». La vieja Mesopotamia que los británicos acababan de convertir en Irak, estaba compuesta por múltiples tribus, gobernadas por jeques, adscritas en su mayoría a la rama chií del islam, pero que contaba con importantes clanes suníes, como el del mismo Dulaimi, que ahora mismo dirige el Ministerio de Defensa y cuyo feudo es Faluya. Como los Dulaimi, los Timimi también cuentan con mezquita en Bagdad -atacada esta semana- y centenares de familias dependen de las consignas que reciben de los jeques para subsistir en un entramado social, civil y militar que data de mucho antes de la llegada de los británicos, de los norteamericanos o, lo que es lo mismo, del descubrimiento del petróleo. Desintegración de un país Como se ha visto en lugares como el Líbano, Yugoslavia, o Somalia, cuando se desintegra la estructura de un estado multiconfesional, o multiétnico, una de las salidas «lógicas» es que los clanes, o las etnias, o las diversas comunidades religiosas tomen en sus manos su propia defensa, armen sus propias milicias o comunidades, y se enzarcen en complicadas refriegas que pueden derivar fácilmente en guerras internas, en una guerra civil como la del Líbano, Yugoslavia, o Somalia. Con el agravante de que en Irak se hallan las mayores reservas de petróleo del mundo. Así, el tablero medioriental parece haberse loco en los últimos días: se habla de somalización, balcanización, libanización de Irak (diario panárabe Al Hayat); iraquización del Líbano (diario libanés As Safir)... Aquel Irak sin iraquíes del primer rey Faisal I se está materializando a pasos agigantados. Si no se consigue formar un Gobierno de unidad nacional en el que kurdos, suníes y chiíes se vean representados, la pesadilla del rey será, porque ya lo es en gran medida, una realidad. La dictadura de Sadam sustituida por otra dictadura, la del miedo. El reinado de los Timimis.