La periferia de la capital francesa vive una batalla sorda contra el Estado alimentada por el paro juvenil, la falta de servicios y el enfrentamiento constante con las fuerzas del orden
09 dic 2007 . Actualizado a las 02:00 h.Junto a la boca de metro de Anvers, cerca de la Estación del Norte, en París, hay una oficina de turismo a la que acuden estos días en tropel los centenares de españoles que han decidido pasar el puente aquí. No es temporada alta, pero la ciudad está abarrotada a pesar de los precios de los hoteles -una habitación limpia pero incómoda en un establecimiento de dos estrellas a dos kilómetros del centro no baja de los 80 euros-. La oficina también está llena, y todos miran si alguien pregunta por las rutas menos habituales.
-¿Mapas de los barrios? No, no tenemos. Y le recomiendo seriamente que no vaya a hacer turismo por allí.
Hace dos semanas, los suburbios de la capital francesa volvieron a arder después de que un coche de la policía atropellara a dos jóvenes en Villiers le Bel, una zona degradada y pobre a una veintena de kilómetros al norte de París. Los chicos, que murieron en el acto, viajaban a toda velocidad en una minimoto, sin casco ni luces. Los vecinos acusan a la policía de haberlos perseguido, de haber provocado el accidente y de haber huido del lugar sin auxiliarlos.
Batalla urbana
La voz se corrió enseguida y miles de jóvenes salieron a la calle a quemar coches, a incendiar edificios públicos y a enfrentarse a la policía en una verdadera batalla urbana que duró varios días y se extendió al resto de la periferia y a otras ciudades. Como hace dos años, cuando otros dos menores murieron electrocutados en una caseta de alta tensión en la que se escondieron huyendo de la policía.
Hacer turismo estos días en los barrios de París no es muy recomendable, y menos aún identificarse como periodista. El día del accidente, los vecinos de Villiers recibieron a la prensa con los brazos abiertos, pero desataron su ira contra las camionetas de radio y televisión en cuanto las emisoras empezaron a transmitir la versión oficial, que sostenía que la muerte de los chicos había sido un accidente, es decir, un hecho fortuito.
La peor parte se la llevó el comisario de la policía local, que tiene su despacho a escasos cien metros del lugar del accidente. Trató de calmar a los amigos de los muertos, pero lo recibieron a palos. Hoy sigue en el hospital con varias costillas rotas, una severa fractura craneal y decenas de hematomas.
«Es verdad, no había hecho nada, de hecho no es mala persona. Pero no deja de ser policía y los chavales decidieron que pagara por todos», dice Claude Desailly, un cincuentón que pasea a su pastor alemán por el bulevar Salvador Allende de Villiers, muy cerca del lugar de los hechos, repleto aún de coronas de flores y mensajes de recuerdo a los chicos, aunque también de amenazas: «Os vengaremos».
Lo cierto es que entre los jóvenes de los barrios -la «gamberrocracia» o la «escoria», como los llama el presidente Sarkozy- y el Estado hay una guerra fría que se alimenta desde hace años de los elevados índices de paro juvenil, que en algunas zonas llega al 50%, de un modelo de integración de la inmigración absolutamente fracasado y de una lacerante carencia de servicios públicos esenciales. En esas zonas, la policía ni siquiera se atreve a patrullar.
«El problema es que nos han perdido el miedo, ya no respetan los uniformes», dicen los agentes de la CRS, la policía armada, apostados en una de las glorietas de acceso a Villiers. La semana pasada, el primer ministro, François Fillon, visitó una comisaría en Saint Ettiene y los animó a no dejarse comer terreno, porque a los barrios no se va a hacer turismo: «No sois trabajadores sociales, vuestro deber es mantener el orden».