Incluso si no hiciera retroceder a la UE un cuarto de siglo, la revisión que se pretende acometer en el Tratado de Schengen para restaurar los controles fronterizos es un placebo.
15 may 2011 . Actualizado a las 06:00 h.Incluso si no hiciera retroceder a la UE un cuarto de siglo, la revisión que se pretende acometer en el Tratado de Schengen para restaurar los controles fronterizos es un placebo: aliviará las ronchas que causa en algunos sectores de opinión la sensación de estar siendo invadidos por legiones de inmigrantes, pero no tendrá efectos reales sobre las causas que los empujan a buscar en Europa la redención que no encuentran en sus países de origen.
Esto es así porque el río humano que desemboca en el Viejo Continente y que ahora anega la isla de Lampedusa proviene, en esencia, de dos fuentes que no se van a secar con la reforma: el excedente de población joven que no encuentra acomodo laboral en las economías del Norte de África y la condición de lugares de paso que tienen para la inmigración subsahariana algunos países de la zona como Libia.
La UE pudo dormir tranquilamente mientras la familia Gadafi estaba al mando y mientras Ben Alí era amo y señor en el vecino Túnez porque, a cambio de generosas contraprestaciones, trabajaban como guardianes para ella. Es triste decirlo pero la realidad es que ambos dictadores convirtieron a sus países en muros de contención para frenar el caudal migratorio con destino a Europa. Solo entre los años 2003 y 2005, por ejemplo, Libia expulsó a 145.000 subsaharianos, según datos de Human Rights Watch.
Pero esta estrategia basada en la externalización del control se ha venido abajo con las revueltas de la primavera árabe. Las nuevas autoridades tunecinas bastante tienen con evitar que descarrile el proceso de transición para ocuparse, además, de combatir a las mafias que negocian con los jóvenes que desean escapar de la miseria. La contienda de Libia impide que ninguno de los bandos tenga entre sus prioridades contener la avalancha migratoria que históricamente cruza su territorio desde el sur. El caos de la guerra en un caso, y la inestabilidad en el otro, han descontrolado un tráfico que parecía ordenado.
¿De qué serviría, por tanto, colocar filtros en las fronteras interiores? Para cazar a los infortunados que queden rezagados en el aluvión, pero no para extirpar el torbellino de precariedad que se encuentra en sus orígenes. Esta no es una tarea solo para gendarmes. Requiere un esfuerzo diplomático que comprometa a las autoridades de los países donde se produce. Es una misión que debiera quitar el sueño a la ministra de Exteriores de la Unión.
Por desgracia, no es la primera vez que los levantamientos del Norte de África ponen de manifiesto su falta de reflejos. Lady Ahston solo dejó de brindar su apoyo a los déspotas de Túnez y Egipto cuando habían sido barridos por la presión de la calle. No supo prevenir después el cisma que se abrió entre alemanes, franceses y británicos a propósito de la intervención en Libia. Ahora no se la ve viajar ni se la escucha hablar. De hecho, da toda la impresión de considerar el éxodo algo ajeno a sus competencias.
Sin embargo, si hay una persona obligada a inventar algo para que el Mediterráneo deje de ser la frontera migratoria de mayor desigualdad del mundo, con hasta diez veces el PIB per cápita de diferencia entre los nacidos en una orilla u otra, es ella. No encontrará momento más adecuado para demostrar que se equivocan los que afirman que su nombramiento fue un error. Su silencio es el silencio de Europa. Su falta de iniciativa paraliza a toda la UE.
«El Mediterráneo es la frontera con más desigualdad del mundo»