Las buenas noticias a veces tienen su fecha de caducidad. Lo que hace unas semanas podría haber sido una venturosa nueva para el Partido Socialista Francés (PS), la liberación sin fianza de Dominique Strauss-Kahn, es ahora, si no una noticia mala, sí molesta. ¿Qué hacer con este potencial candidato que todavía no es ni inocente ni culpable de violación?
Porque el hecho es que, a pesar de lo que parecían creer los medios de comunicación el pasado viernes en su entusiasmo por los golpes de teatro, las nuevas revelaciones del caso en modo alguno indican que Strauss-Kahn sea inocente. Lo que indican es que el testimonio de la denunciante ha perdido credibilidad, lo que no es exactamente lo mismo. Los indicios siguen siendo bastante incriminatorios para Strauss-Kahn y, en principio, la sangre, las lesiones y otros aspectos hablan más de una violación que de una mera relación sexual consentida.
Pero a la justicia no le concierne la verdad, sino la verdad demostrable, y en un juicio por violación sin testigos la ley exige que el testimonio de la presunta víctima sea irreprochable, y es justo que así sea, puesto que se trata del testigo de cargo. El político socialista francés, pues, se librará de la cárcel. Pero para presentarse como un mártir, como «el conde de Montecristo», como empiezan a llamarle sus amigos para asociarlo con el personaje literario que para los franceses representa la condena injusta, hará falta algo más que eso. Del mismo modo que la justicia no se ocupa de la verdad, sino de la verdad demostrable, la honestidad de cualquier político no se mide por lo que se conoce de él, sino por lo que se supone de su persona.
Riesgos
Por eso, la secretaria general de los socialistas franceses, Martine Aubry, la mayor valedora de DSK antes del escándalo, presentaba ayer una cara de susto considerable. Si finalmente Dominique Strauss-Kahn decide presentarse a las primarias del partido volverán a estallar las discrepancias entre sus líderes, porque habría que modificar los estatutos. Y si ganase, el Partido Socialista habría atado su suerte (posiblemente su misma supervivencia como fuerza política) a un hombre cuya imagen oscila entre las categorías de «mártir» y «violador». Demasiado arriesgado. Incluso el conde de Montecristo tuvo que esperar diez años antes de poder volver a la vida pública.