Bo es conocido como uno de los príncipes rojos, es decir, los hijos de los Ocho Inmortales que hicieron la revolución con Mao. Entre ellos, Bo Yibo, su padre, que fue «reeducado» durante la Revolución Cultural y «restablecido» en 1978 de la mano de Deng Xiaoping. Con semejantes lazos familiares, su carrera política alcanzó el cénit en el 2004, cuando Wen Jiabao lo nombró ministro de Comercio y cuando en el 2007 entró en el politburó del PCCh. Ya entonces algunos líderes se sintieron amenazados por su perfil mediático y hace cuatro años fue enviado a Chongqing, una provincia del centro de China conocida por la presa de las Tres Gargantas y por ser una de las áreas más densamente pobladas. Alejado del poder de Pekín, su fama lejos de disminuir fue en aumento. Bo halló en la guerra contra las mafias de Chongqing la mejor excusa para publicitarse. Desató una cruzada contra la corrupción en la que detuvo a más de 2.000 personas. Persiguió a delincuentes de toda índole, con lo que se ganó el aplauso de la población, y quizás demasiados enemigos. Su afán de protagonismo no terminó ahí e inició una campaña de maoización de la ciudad con festivales de canciones patrióticas. Esa pasión de Bo por recuperar la más rancia estética de tiempos pasados tampoco fue vista con buenos ojos por los líderes de Pekín. Queda por saber si Bo lo hizo por pasión roja o por pasión mediática; en muchos aspectos su estrategia atendía más a las campañas que estamos acostumbrados a ver en occidente que a la usual discreción de los políticos chinos. Lo cierto es que todos sus intentos por destacar solo le han servido para volver a Pekín, pero no por la puerta grande.