El naufragio del trasatlántico afloró lo mejor y lo peor de la condición humana pero dejó claro que la supervivencia era, ante todo, una cuestión de clases
14 abr 2012 . Actualizado a las 11:32 h.Los cuarenta minutos posteriores al hundimiento del Titanic fueron un continuo de gritos desgarradores y llamadas de auxilio de los náufragos que luchaban desesperadamente por sobrevivir. Durante esos minutos afloró lo mejor y sobre todo, lo peor, de la naturaleza humana. El miedo, el egoísmo y la insolidaridad entre clases terminaron por imponerse. Hacia las tres de la mañana, vencidas por el frío, cesaron las voces de los que se hallaban en el agua. En el gélido océano Atlántico solo se escuchó el silencio.
El buque Carpathia, de la compañía rival Cunard, llegó a la zona hacia las cuatro de la mañana. Consiguieron rescatar vivas a más de 700 personas. Tal como revela Jose Antonio Bustabad Rey en su libro Informe pericial sobre las causas del naufragio del trasatlántico Titanic, la comisión de investigación del Senado de Estados Unidos dictaminó que a bordo del barco iban 2.223 personas, de las que 706 se salvaron y 1.517 perecieron. De los pasajeros de primera, segunda y tercera clase fueron rescatados con vida 199, 119 y 174, y fallecieron 130, 166 y 536, respectivamente. La gran diferencia entre el número de pasajeros de tercera clase fallecidos en relación con los de las otras dos generó toda clase de sospechas respecto al trato dado por la tripulación a los viajeros más humildes en el momento del rescate.
La clase marcó la diferencia en el destino del pasaje, y esa misma discriminación la recibieron también sus cadáveres, pues no todos llegaron a tierra. Con el fin de recuperar los cuerpos de las víctimas, la compañía White Star, dueña del Titanic, contrató a varios buques para que rastrearan la zona del naufragio. Uno de ellos, el MacKay-Bennett llegó al lugar varias horas después, encontrándose con un paisaje dantesco de cuerpos congelados flotando en el mar.
La clase marcó la diferencia en el destino del pasaje
Mientras que los cuerpos de las víctimas de primera clase fueron colocados en ataúdes, los de segunda y tercera tuvieron que conformarse con descansar en bolsas de lona, cuando no en el mar. Los cien ataúdes y las bolsas se quedaron escasos para tantos cuerpos, así que, una vez observada la vestimenta de los muertos y el contenido de las bolsas, 116 de ellos fueron arrojados al océano. Los que pasaron la criba fueron desembarcados en Halifax para ser entregados a sus familias. A pesar de que la naviera se ofreció para enviar los cuerpos a sus parientes de forma gratuita, sólo 59 víctimas fueron reclamadas. Otros 150 cuerpos, 49 de ellos sin identificación, descansan desde entonces en el cementerio de dicha ciudad.
Un segundo buque, el Minia, recuperó sólo diecisiete cadáveres, el Montmagny cuatro, etc. El goteo de cadáveres continuó hasta más de un mes después, cuando a 200 millas de distancia, el Oceana divisó a tres hombres en un bote salvavidas. Uno de ellos fue identificado, pero todos fueron arrojados al mar. Todavía llevaban trozos de corcho de los chalecos salvavidas en sus bocas. El delirio del hambre.