Asesinato, suicidio o muerte natural. Con alguien como Boris Berezovsky ese es el orden de probabilidades. De hecho, la muerte natural parece improbable. La vida de este oligarca ruso ha estado rodeada de fallecimientos, pero muy pocos de ellos por causas naturales.
Berezovsky fue un producto clásico de la era Yeltsin, aquella jungla de neoliberalismo y mafia que dejó tantos perdedores y tan pocos ganadores. Berezosky fue uno de estos últimos. Sacando ventaja de la hiperinflación, hizo una fortuna con la compraventa de coches de lujo. Ya por entonces le cupo el dudoso honor de ser la primera víctima de un coche-bomba en toda la historia de Rusia. De otras muertes se le acusó a él, como del asesinato de una estrella de la televisión que despejó su camino para apoderarse de la principal cadena del país. Con esa televisión, Berezovsky logró la victoria en las presidenciales de 1996 para Yeltsin, su marioneta o su mentor según el punto de vista. Los atentados contra su vida pasaron entonces a ser parte de la rutina de Berezovsky, pero fueron sus años de gloria, los días en los que se hizo con el sector energético ruso por cuatro perras junto con su entonces amigo Roman Abramovich.
Todo cambió con Putin. Los oligarcas habían adquirido demasiado poder y él les declaró una guerra sucia, sobre todo a Berezovsky. En el 2000, lo imputaron por fraude y blanqueo de capitales (era uno de los usuarios de los bancos de Chipre de los que tanto se habla estos días). Se exilió en Londres, desde donde se dedicó a financiar partidos, esta vez de la oposición. Pero incluso allí tuvo a la muerte soplándole en el cogote. A su colaborador, el espía Litvinienko, lo mataron con radiactividad y en su mansión de Surrey el oligarca acabó poniendo cristales antibalas hasta en el invernadero.
Además de los asesinos a sueldo, a Berezovsky le perseguía otro enemigo para él más temible: la pobreza. En Londres le fue mal. A su antiguo socio Abramovich, al que se encontró en Inglaterra también huido de Putin, lo acusó en los tribunales de haberle robado parte de sus empresas. Perdió una fortuna en costas e indemnizaciones. Y hace pocos meses, otra querella desastrosa terminó de arruinarle. Lo que quiere decir que, si se tratase de un suicidio, le habría matado el que dicen que era gran amor de su vida: el dinero. La falta de él, en este caso.
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