El otro legado de Maggie

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

09 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Dicen los medios que todo lo que hizo Margaret Thatcher fue controvertido. No todo. En su juventud, trabajando como una joven química para la alimentaria Lyon's, estaba en el equipo que inventó la fórmula del «soft ice-cream», el helado blando. Lo demás, es cierto, ha sido todo controvertido.

Napoleón dijo despectivamente que Inglaterra era un país de tenderos, pero ninguno de ellos la había gobernado antes de Thatcher. Eso era lo realmente revolucionario en ella: no el que llegara siendo mujer («los labios de Marilyn Monroe y los ojos de Calígula», decía el impresentable Mitterrand) sino sus orígenes de clase media, algo mucho peor visto entre los conservadores británicos de entonces. Había truco, porque estaba casada con un millonario, pero se mantuvo fiel a los ideales de la empresa familiar. De ahí su hostilidad a los impuestos y a los sindicatos, su austeridad populista. También su habilidad para el eslogan: «La sociedad no existe, existen las personas y las familias». Frases como esa han pasado al acervo universal.

También, guste o no, han pasado sus políticas. Tony Blair las consagró disimulándolas bajo la etiqueta de Nuevo Laborismo, igual que adoptó y amplió su militarismo. Comparada con Blair, Thatcher parece hoy casi pacifista, pero su decisión de recuperar las Malvinas por la fuerza fue entonces algo arriesgado y asombroso: el último rugido de un imperio británico que ya no existía. Políticamente, acertó, porque ningún pueblo sabe apreciar el anacronismo como los británicos, y ganó la reelección, que empleó para extender la guerra al «enemigo interior», como llamaba a los sindicatos. Los destruyó y, acto seguido, se dedicó metódicamente a desmantelar el sector público. La que llamaban dama de hierro dejó al país sin siderurgia. Y sin trenes y sin fábricas de automóviles? Si el Ejército argentino hubiese podido bombardear Gran Bretaña, posiblemente no habría causado tanto daño. Uno de los pocos beneficiarios de sus reformas fue el cine británico, que renació para convertir machaconamente la expresión «thatcherismo» en el equivalente moderno de la Inglaterra dickensiana: un desierto industrial despiadado e insolidario.

Era una exageración, porque no todo era achacable a Maggie. Y, curiosamente, lo más importante pasó desapercibido: su big bang, la desregulación bancaria que convirtió a Londres en la capital mundial de las finanzas. Solo con los años ha podido verse el precio: la crisis económica en la que estamos todavía inmersos. «La sociedad no existe» suena hoy más como una trágica descripción del presente que como una promesa de liberalismo económico. Thatcher vivió para ver ese presente, aunque el limbo del alzhéimer le impidiese saber que era obra suya. Pero lo es, sin duda. Más de lo que detractores o sus partidarios quisieran reconocer.