En sus cinco años en prisión, Gross había perdido 50 kilos, varios dientes y, sobre todo, las ganas de vivir
20 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.En sus cinco años en prisión, Alan Gross había perdido 50 kilos, varios dientes y, sobre todo, las ganas de vivir. Este año estaba dispuesto a salir de la cárcel, vivo o muerto. «Si se muere, olvídate de ninguna apertura», advirtió el secretario de Estado, John Kerry, a su homólogo cubano, Bruno Rodríguez Parrilla.
La mujer de Gross, Judy, varios congresistas y la pequeña comunidad judía de Cuba habían apelado al papa Benedicto para que intercediese por él ante La Habana durante su viaje del 2012, pero el pontífice abandonó la isla sin el contratista. En abril pasado se puso en huelga de hambre, dispuesto a salir de allí «de una manera o de otra». Solo su madre, con la que hablaba por teléfono, le convenció para que volviera a comer después de nueve días de ayuno.
En mayo, cumplidos los 65, aseguró a su abogado que sería su último cumpleaños allí, porque «la vida en prisión no es digna de ser vivida». Cuando en junio falleció de cáncer su madre y el Gobierno cubano no le permitió asistir a su funeral, su depresión se agravó. Todo el mundo temía por él. Hasta ese momento no había querido que sus hijas lo visitaran, por eso sorprendió cuando pidió verlas. En julio se despidió de ellas y escribió a La Habana pidiendo que, si fallecía, repatriasen su cuerpo. Le fue denegado.
«Mi cliente se ha cerrado, ya no logramos llegar a él», explicó su abogado en agosto. Gross había dejado de hacer ejercicio, no aceptaba ningún tipo de asistencia médica, tenía una infección en la boca, artritis y falta de visión del ojo derecho, pero lo que más preocupaba a su abogado era «su deterioro emocional».
La Habana insistía en que Washington no tenía voluntad política de liberarlo, porque ellos llevaban tiempo ofreciendo su canje a cambio de los tres agentes cubanos. Washington insistía en que no era un espía y que por tanto no podía canjearlo por otros.
Gross había sido detenido en diciembre del 2009 en el aeropuerto de La Habana al encontrársele teléfonos inteligentes y equipo informático que pensaba entregar a la comunidad judía en la isla para conectarse a Internet. Hacía diez meses que Barack Obama había llegado al poder con la promesa de abrir vías de diálogo con Raúl Castro. Muchos concluyeron que el Gobierno cubano había detenido y condenado a 15 años a este «trabajador humanitario» para boicotear cualquier apertura, pero una investigación de la agencia AP demostró en el 2012 que Gross no era el inocente cooperante que decía ser.
Para cuando fue detenido había entrado en la isla cinco veces en menos de un año con visado de turista, introduciendo en cada viaje equipo telefónico e informático pieza a pieza. En el último llevaba una tarjeta SIM del tipo que usan el Pentágono y la CIA para no ser detectados.
Línea directa con Obama
Al principio de las negociaciones por la liberación de Gross, Cuba demandaba el fin de actividades de EE.UU. para «promover la democracia» en la isla, pero el Gobierno de Obama se ha resistido a ello, al menos formalmente. Para las conversaciones que se llevaron a cabo durante nueve reuniones en Ottawa, Toronto y el Vaticano, Obama seleccionó a su asesor adjunto de Seguridad Nacional, Ben Rhodes, porque La Habana podría ver con claridad que se trataba de alguien con acceso directo a él. Rhodes eligió como acompañante en este viaje de la historia a Ricardo Zúñiga, un experto en Cuba de ascendencia hondureña. Kerry se limitó a apoyar su labor durante las conversaciones telefónicas con su homólogo cubano, cuatro de ellas el verano pasado, en las que transmitió su preocupación por la salud de Gross. Su vida pendía de un hilo, y de él la mejor oportunidad que hubiese en más de medio siglo para restaurar lazos entre los dos países.
Cuando el martes le dijeron que lo iban a liberar, Gross no se inmutó. «Lo creeré cuando lo vea», respondió escéptico. Su liberación había sido pactada en el Vaticano, pero aún hizo falta otro encuentro en Canadá para afinar los detalles técnicos.